7.12.07

Texto seleccionado de noviembre (taller jueves): COSECHANDO MORRONES



Cosechando morrones

Ana Arjona


Me desperté angustiada, al igual que en los últimos meses.
No quería abrir los ojos, como si por esa mera voluntad pudiese volver a caer blandamente en el sueño. Pero la vigilia, despiadada, no me dejaba volver atrás.

A medida que la lucidez avanzaba, la pena era una marejada alta que iba y venía, una muralla de lágrimas en la que me ahogaba sin remedio. Cuando llegó a algún lugar cerca del corazón- tal vez al plexo solar- encalló, mansa, clavándose y doliendo.
“Pobrecita, pobrecita”- repetí en oleadas de angustia oscura.
Respiré profundo y busqué fuerzas de algún lado, de algún espacio sano de mi alma, para poder levantarme. Pero no acudían prestas, demoraban. Tuve que hacer esfuerzos grandes, sobreponerme al desánimo, pelear con uñas y dientes para no perder los pocos trozos de voluntad que encontraba dispersos dentro de mí. Ella rondaba, adherida de melancolía y desesperanza.

“Tengo que cosechar morrones”. Me tiré de la cama y me metí a la ducha.
Afuera caía una lluvia fina. Los pájaros, indiferentes, charloteaban. La mañana no lograba descorrer sus velos, como si se le hubiera atascado un único telón gris e impenetrable. La fronda oscura de la magnolia parecía empujar hacia arriba sus flores que abiertas en el aire como blancos veleros navegaban sobre ella.
Quise ser una flor.

“¡Que me lave el agua!, ¡que me lave!, aunque más no sea el cuerpo.”
Después me sequé y me vestí con la ropa descuajeringada de trabajo: el pantalón de jogging gris, manchado de pintura y herrumbre, fino de tanto uso, la camiseta azul de mangas largas, las medias gruesas de tela esponja.
Pasé por la cocina aún en penumbras y me serví un vaso de agua tan triste como el día.
En la despensa me calcé las botas de goma y descolgué la campera de lluvia. Tomé la bolsa de las herramientas, la coloqué al hombro en un movimiento impensado, rutinario, y salí al campo.
En el aire mojado viajaban corpúsculos de polen y polvo. Un espeso aroma a tierra envolvía las casas. Las hojas que el viento había tirado en la noche yacían como pequeñas islas sobre el pasto.

Anduve los sesenta metros por el camino del oeste que bordea las construcciones viejas y la cava. Las piernas me pesaban como el alma. Los arces sacarinos, en fila, apenas manchaban el piso con sus pequeñas sombras. El viento marrón les removía las cabelleras.
Una bandada de palomas se alzó desde las desportilladas ventanas y dejó sus gritos alocados colgados en los árboles. Los perros, que me seguían el paso, se les abalanzaron, pero quedaron con las fauces golpeando en el vacío.

Detrás del galpón, contra el cielo de plomo, el invernáculo era una gran iglesia verde; una enorme nave sobre el campo, armada con ciento diecisiete postes de madera, unidos por tijeras y soleras también de madera, como esos pasatiempos en los que hay que juntar los puntos para descubrir el dibujo. Envuelto en nylon transparente de gruesos micrones, solía levantar tanta temperatura que a las nueve ya no se podía estar en él, a pesar de su altura y de la cantidad de cortinas que se abrían para ventilarlo.
Esa mañana una luz fría lo iluminaba.
Sobre los cuarenta y ocho surcos de treinta y dos metros de largo, otras tantas paredes vivas elevaban sus tallos, zarcillos, hojas y frutos, enredándose en las estructuras de alambre.
Despedí a los perros y me lancé a su interior.
Un murmullo vegetal sacudió la gran construcción. Acerqué cajones vacíos a las puntas de las hileras y me sumergí, podadora en mano, en busca de soles verdes y rojos que cosechar.

Texto seleccionado de noviembre (taller miércoles): LA TRAICIÓN



La traición



Patricia Ferreira

Hace unos minutos él lloraba desconsoladamente, con furia.
Nació hace apenas unos meses, pero le hace saber a este mundo al que lo han traído, que está aquí y que llegó para ser escuchado aunque más no sea con las únicas armas de que hoy dispone: sus gritos y su llanto. El hambre es asunto serio para él y para todos los de esta especie humana a la que pertenece.
Igualmente él sabe, confía, porque en tan corto tiempo, su experiencia de bebé le ha enseñado que hay un ser que siempre lo escucha y lo calma.
Lo levanto de su cuna y no puedo evitar que se me arrugue el corazón al ver su carita enrojecida y empapada de lágrimas, al escuchar esos sollozos que le convulsionan el cuerpo. Enojado, agita en el aire sus piernas y sus brazos con las manitos cerradas cual puños ya prontos para pelear contra este mundo hostil.
Por más que ya está en mis brazos y se da cuenta, no puede dejar de llorar de golpe e intercala pequeños gemidos con nuevos pucheros y exhalaciones.
Sé que identifica mi perfume al mismo tiempo que yo reconozco su maravilloso aroma de bebé. Mantiene los ojos cerrados, hinchados de tanto llanto y abre la boca buscando desesperadamente mi pecho. Cuando lo acerco a él y lo encuentra, suspira y empieza a succionar el dulce alimento, que cual la droga más potente que pueda existir, lo tranquiliza y le devuelve la confianza por momentos perdida.
A veces duele. El útero suele contraerse con la primera succión en una misteriosa conexión, que como un látigo, va desde el pecho al centro de mi vientre. Me recuerda con tristeza que ese ser especial ya no habita dentro de mí.
Pero el dolor pasa y vuelvo a maravillarme por su existencia.
Él, agradecido, habla conmigo en silencio. Abre sus ojitos todavía claros y vidriosos por las lágrimas, me mira y los vuelve a cerrar complacido. Me hace saber que me conoce y establece contacto conmigo mientras apoya su mano en mi pecho y la cierra cada tanto con fuerza, casi pellizcando con sus diminutas uñas. Son sus primeros intentos de supervivencia y se aferra a la fuente del néctar sagrado.
Mientras toma, mi dedo índice repasa con suavidad su rostro, sus cejas, su nariz para mí perfecta, su pelo finito. No quiero distraerlo pero es tan hermoso lo que me provoca, que es imposible no acariciarlo. Son esos momentos en que el amor se siente a través de las yemas de los dedos.
Las lágrimas todavía le corren por el cuello y le mojan la batita celeste que le tejió la abuela. Le saco un escarpín y aprovecho su distracción para contar nuevamente sus cinco deditos y envolver su pie tibio con mi mano mientras le digo que lo amo.
Toma con mucha avidez. Necesita una pausa y me suelta; quiere seguir y no puede; no lo entiende y se enoja. Lo enderezo y lo apoyo sobre mi hombro y le doy golpecitos en la espalda mientras camino aún con mi pecho desnudo.
Se alivia emitiendo esos sonidos terribles, que no parecen salir de un ser tan pequeño y que son capaces de levantar los techos y asombrar a cualquiera. Tira un poco de lo que le sobra. Lo limpio y parece decirme enseguida que ya está pronto para que continuemos. Que no hace falta esperar más. Que te apures, mamá.
Lo pongo en el otro pecho y sigue tomando esta vez más tranquilo, paciente. La calma parece haberse instalado definitivamente entre nosotros, y él se ha rendido en esta batalla para que disfrutemos de la tregua. Se adormece y me suelta. Le hago cosquillas en la pera y vuelve a aferrarse del pezón y toma un poco más. Se duerme de nuevo. Lo dejo quedarse así, con esa expresión de satisfacción en el rostro.
Es inexplicable la fascinación que me produce el instante. Me siento hacedora de milagros, participante sin querer del proceso de la creación, como si el momento se salpicara de brillantes gotitas mágicas, que lo vuelven único e irrepetible.
Sin embargo, yo tampoco he dejado de llorar desde que me desperté a la mañana. Este sentimiento se me adhiere dentro y me aprieta el alma hasta casi no dejarla respirar.
-Hoy es un día triste, el primero de los que en la vida nos tocará vivir, hijo- le digo.
Hoy voy a traicionarlo y me siento el ser más despreciable que existe.
Ajeno a mis pensamientos, él ya duerme plácidamente. Levanto su bracito, lo suelto y lo deja caer exhausto. Lo llevo despacio hasta su cuna y lo acuesto con cuidado para que no se despierte y respire bien. Es temprano pero ya hace un poco de calor. Le tapo las piernas con una sábana blanca que tiene una guarda con ositos bordados.
La brisa suave de la mañana que entra por la ventana semiabierta mueve la cortina, dejando entrar un poco de sol. A través del prisma de un juguete que cuelga del tul de su cuna, la luz blanca se descompone en infinitos arco iris que giran por el piso y las paredes. Lo beso suavecito, apenas rozando su cabeza con mis labios.
Lo miro; no puedo dejar de observarlo, así que aprovecho al máximo el tiempo y sin quitar mis ojos de su tierna imagen, camino hacia atrás hasta llegar a la puerta del dormitorio. La arrimo y me dirijo a la cocina.
Mi madre acaba de llegar. Me saluda como si no pasara nada y me habla de temas sin importancia. Ella sabe. Es que hoy vuelvo al trabajo y por primera vez, no voy a estar al lado de mi bebé cuando se despierte.
Tomo el odioso envase de plástico y lo vuelvo a lavar por enésima vez. Le pongo hasta la mitad la leche que herví tres veces con un poquito de azúcar y la diluyo con agua también hervida.
Antes de taparlo, le echo tres gotitas de limón.
Entonces rompo a llorar desconsoladamente, como llora mi bebé cuando siente hambre.
Mi madre no sabe qué hacer, pero obedeciendo al instinto que decenas de generaciones de mujeres le han estampado en sus genes, me abraza fuerte y me dice bajito palabras muy dulces, de esas que arrullan casi como si fueran un canto ancestral.

Relato de amigas: La ida

La ida

Machi

Tenemos que ir a verla, dice I. Yo la miro moviendo la cabeza. Pienso que no vale la pena decir lo mucho que me mortifica la situación. Me corren las lágrimas cuando apago la luz y se aparece su cara sin que yo la llame. Tengo que ir, tengo que ir, parece un eco mi voz. Siento que el esfuerzo de enfrentarme a esa situación es tan grande como si me obligaran a subir una montaña.
Tuve un sueño extraño esta semana. Caminaba por un sendero empinado, angosto y pedregoso. Subía ayudada por un tronco fino que tiñó la mano de negro y la volvió pegajosa. Llevaba un pañuelo blanco en la cabeza y era anciana. Al llegar a la cima entré a una especie de fortaleza, allí me rejuvenecía. Se acercaba un hombre de mediana edad. Me tomaba de las dos manos y yo lo permitía con una tranquilidad y una entrega sorprendente. Al hacerlo todo su cuerpo temblaba y la cara se transformó en un globo gigante a punto de estallar, los ojos se le pusieron saltones y se lo veía sufriente. Yo lo miraba fijo, enfrentando aquel dolor y en ese preciso instante sentía como me despegaba de mi cuerpo viajando por el tiempo y el espacio. Mi energía iba y venía, traviesa y feliz, por todos los lugares que me gustan. Al regresar el hombre me abrazó y dijo que estoy curada, que puedo descender y así lo hice.
Queda poco tiempo pero me niego a verla así. Busco en la biblioteca los libros que me trajo de México y los que le robé : Neruda y el cancionero de la Guerra Civil Española .
Acaricio el escarabajo que me regaló cuando fue a Egipto. Le saco el polvo y paso mi dedo como si se pudiera despintar, a la máscara del Carnaval de Nueva Orleáns que tanto disfrutó. Abro la vasija de porcelana azul pintada tan delicadamente por manos griegas y respiro el aroma del aceite que guarda, hamaco en la palma de mi mano la nuez del huerto de sus antepasados sicilianos. El platito de cerámica de Fes ocupa un lugar preponderante, es que ese viaje a Marruecos fue especial . Me parece verla con sus largas uñas rojas, el cigarrillo en la mano derecha, centro absoluto, contando sus aventuras. París, San Petesburgo, Vietnam, España, el mundo entero saboreó. Nada le gustaba tanto como viajar.
Ya sé que debo ir. Me niego a darle un beso y no sentir sus exquisitos perfumes franceses y en cambio aceptar estos aromas nuevos que la invaden: fármacos, éter, pañales descartables, alcohol, pomadas para las éscaras.
Todavía conservo alguna toalla de las que me regaló cuando tomé la decisión de mudarme sola, ella lo festejó como una adolescente . Heredé cantidad de ropa que ella había usado con gran amor. Me las ofrendó contándome deliciosos secretos de cada prenda. Y yo las acepté con alegría, sabiendo lo que significaba aquel traspaso de prendas, sabiduría pura, de compinches.
Soñé también con niños que me tocaban timbre, estaban vestidos de riguroso negro, sus caras con máscaras de la muerte. Me miraban fijo y yo sostenía la mirada, enseguida me rodeaban y no me dejaban mover. Lloraba con miedo, sentía las lágrimas saladas quemándome las mejillas y dejando una gran cicatriz, como un hueco en la tierra. Uno de los niños con voz muy aguda me ordenaba: “tenés que ir”, y el coro de los otros niños con voz grave:”debe ir” . Me despierto sollozando, empapada la almohada y digo: voy a ir.
Hasta el año pasado caminamos juntas en la Marcha del Silencio; cada Primero de Mayo nos encontró cantando el Himno . Y en el Palacio Legislativo, con quimioterapia de por medio, casi sin pelo, estuvimos paradas en un muro.
Respiro coraje, ya se acaban los tiempos. Me baño, me perfumo, me pinto. Me preparo como si de un cumpleaños se tratara. Envuelvo en papel verde la botella de vino hecha por mi hijo y que le tengo prometida. Hace calor, transpiro, me duele el estómago. Quedé en llegar a las cinco pero he dado tantas vueltas que se me hizo tarde, tomaré un taxi. Ella es tan ansiosa como yo, seguro que ya está mirando el reloj. El ojo de vidrio azul que me trajo de Turquia para conjurar los maleficios parece abrir y cerrarse con los reflejos del sol. Desistí de las flores porque ya me dijo que la hacen pensar en su velorio. Ya casi no come así que nada de tortas. Está escribiendo un libro para sus tres hijas con todas sus recetas, a mano , porque nunca se amigó con la computadora. ¿Le alcanzará el tiempo?
Cuando llego está con L. y él le acaricia la mejilla. En ese preciso instante M. abre la mano para devolverle la caricia y empiezan a llover flores sobre la cama.

6.12.07

Relato de manicomios: Mi primer libro

Mi primer libro

Cecilia Perez

El cinco de octubre de 2003 fui internada en Villa Carmen al borde de la locura.

El médico que me atendió me prohibió terminantemente las visitas.

Todos los días, a las tres de la tarde, cuando los familiares de las demás internas hacían su ingreso, mi madre me enviaba, con alguno de ellos, una caja.

Sentada en un rincón, emocionada hasta las lágrimas, abría mi botín que consistía en masitas, chocolates, revistas de moda y alguna que otra novela.

A cambio yo le enviaba por el mismo mensajero una cartita, contándole mis peripecias del día; en la posdata agregaba siempre “mami, más masitas, más chocolates y revistas, los libros los podemos ir dejando, por el momento no los uso”

Vivir en un lugar como Villa Carmen no es tarea fácil; no tardé en darme cuenta que debía elaborar estrategias de supervivencia.

Resolví entonces que las masitas irían para la gorda Nelly quien corría tras de mí gritándome palabras incoherentes al oído.

La revistas de chimentos serían para Sibila; a cambio le haría prometer que mantendría alejadas de mi a sus compañeras de cuarto, Maruja y Pocha, las cuáles se divertían pintándome el pelo con pasta de dientes.

Los libros los pondría en la mesita de luz con un marcador que iría corriendo según el transcurso de los días, con el fin de captar la atención del siquiatra y que éste pensara que la mía era una buena y culta evolución.

Enseguida puse en marcha mi plan maestro .Las bombas de chocolate y las tarteletas de frutilla silenciaron, para siempre, a la bulliciosa Nelly, quien ahora a mi paso ensayaba amplias sonrisas.

Con Sibila de compinche volví a circular con el cabello limpio.

Todo iba marchando de maravilla hasta una tarde que el siquiatra vino a verme. El doctor ni siquiera me miró, (menos aún a los libros que por él esperaban en la mesa de luz) simplemente se limitó a decir con voz áspera y amarga que debía prolongar mi estadía allí.

.

Abatida, me retiré a mi habitación, un poco antes del toque de queda.

Grande fue mi sorpresa, al encontrar una nueva compañera de cuarto. Era una señora mayor, con el cabello gris perla y los ojos desorbitados, rezaba sin parar en un tono perturbador, casi agónico.

La enfermera que en ese instante le acomodaba las sábanas me miró con aflicción y me susurró “ dicen que cuando le leen se calla”.

El tiempo transcurría lento, los rezos se volvieron gritos insoportables.

Entonces me acosté y tomé de mi mesita de luz “El retrato de Dorian Gray” que mi madre me había enviado. Comencé a leerlo en voz alta y poco a poco las plegarias fueron cesando.

La luz del alba me sorprendió terminando la novela. Fue mi primer libro; tenía 28 años.

Al día siguiente, cuando llegó mi botín, en la posdata de mi carta podía leerse “mami, seguimos igual con las masitas, los chocolates y las revistas pero agrégame muchas novelas de las que a vos te gustan.”

Los veinte días restantes me encontraron sentada, mañana y tarde, bajo el timbó devorando, uno a uno, los libros que con infinito amor mi madre había seleccionado.

Ese universo nuevo, lleno de color y aventura, me devolvió a la vida.



5.12.07

Relato de títeres: Luz de Luna Azulada


Luz de Luna Azulada


Carolina Temesio


Llegó para mi cumpleaños. Venía envuelta en un paquete casero que me entregó Infiernos Azulados con la sonrisa delatora de sus tímidas picardías. Las dos sentadas en la cama con el regalo, mirándolo. Yo sabía que sería algo especial viniendo de sus manos, lo abrí sin trámite. Me quedé alucinada con lo que encontré: un títere bellísimo, con una mirada gatuna, verde, viva, perturbadora. Los ojos estaban hechos con bolitas de vidrio que simulaban muy bien el cristalino, le daban a la pupila un mirar hondo. Venía vestida con un traje largo de terciopelo rojo. La cabellera azul abundante, hecha con muchísimas cintitas de papel crepé, se le movía en olas; al menor movimiento se le alborotaba como una marea enrulada. Tenía una luz especial, de luna, ciertamente.
“Por favor”, exclamé, “¡qué bruja más linda!”.

Infiernos me aclaró que venía con un sobre que abrí con premura y curiosidad, mientras ella se la calzaba en la mano derecha y ensayaba los primeros movimientos de su nueva vida. Nosotras conocíamos bien el significado de los muñecos que hablan delante de una mano. O de las manos que hablan detrás de un muñeco. Recordé aquella comunidad en la India, donde niños y adultos aprendían y resolvían conflictos usando títeres para comunicarse.

Nuestra historia había estado signada varias veces por aventuras que nos convertían en titiriteras de afición. Tiempo atrás, cuando Alada se iba a Canadá le llevé al aeropuerto al Pelirrojito (un personaje entrañable) para saldar un desencuentro afectivo y que la acompañara en su viaje. Era un titerito de dedo diminuto, con nariz roja de payaso, remerita verde a rayas y sonrisa algo tristona. Tenía una personalidad muy especial el Pelirrojito; cuando hablaba en retablos improvisados, rápidamente se hacía querer. Había sido regalo de mi primer novio, que a su vez le había sido regalado por alguien especial para los dos. El sabía que a mí me encantaba y me lo dio cuando decidimos alejarnos; nos unió más. El pobre Pelirrojito estaba acostumbrado a cambiar de mano en momentos difíciles, y con ese cuerpito pequeño que entraba en el dedo índice, había aprendido a decir algunas palabras; de esas que salen mejor de manos que de labios. A ese espectáculo de palabras y despedidas habíamos asistido las dos, Infiernos y yo.

Luego vivimos cosas peores y más hermosas, como cuando nos pasamos un fin de año pegando polifones y pintando animales de colores para una obra que nunca se pudo realizar. El camionero gentil que nos recogió en la ruta 1 rumbo a Colonia, ató muy mal la bolsa de títeres a la caja del camión. Qué congoja tan grande nos invadió al llegar y encontrar que los quince muñecos ya no estaban; habían volado espectacularmente por el aire. El viento les había dado vuelo a los personajes; sin saber cómo ni cuándo, les había conferido vida y destino. Quedó un solo títere de ese titericidio, una jirafa con lunares verdes y nariz redonda que habíamos apodado Girasol, y que fue rebautizada como el Sobreviviente. Lo había sacado de la bolsa para aprovechar el viaje y ensayar una parte de la obra en el camino. Resultó que el Sobreviviente tuvo que inventar para los niños de Carmelo otra obra basada en el infortunio de su vida real. Terminó haciendo apología de orfandad y contando la historia de sus compañeros volados en la ruta.

Todo eso tenía que ver con nuestra historia común de inventarle vidas a personajes de tela, polifon o papel maché. Y ahora salía a escena alguien mas.

Luz de Luna saltó de su mano a la mía, y la vistió de inmediato. Empezó a revolotear por el aire y a repetir hechizos incongruentes, como si la hubieran tenido amarrada en el paquete, o amordazada por décadas. Con sus guantecitos de raso blanco me quitó la carta que yo sostenía en la otra mano. Me aclaré la garganta, buscando una voz aguda, nítida, que se demoró un instante detrás de la fila de dientes como si existiera alternativa. Sin hallarla saltó al vacío por el trampolín de mi lengua.
Leí gesticulando sobre el papelito arrugado, con esa sensibilidad suya que no aprendí, que no aprendo. Seguramente fue entonces cuando me escondió en la mano el secreto añejo que sin saber contuve, apretado. Sus ojos de gata se clavaron en Infiernos, tras hacer una pausa, buscando complicidad. Las palabras salieron como destellos azules, y espadearon entre sí, sin herir la nada mi ausencia.

Relato de bares: El ático


El ático


Juana Flores




Me desperté como casi todos los días en medio de un duelo mudo, desacoplado, solo. Nada que decirle a los que con amor impotente me rodeaban; nada que decirme a mí misma.
La primavera estaba llegando a Montevideo y era imposible desprenderse del baile del plátano loco, del aire traslúcido y de los primeros soles fuertes.
Decidí almorzar encerrada en mi cuarto. No quería verle la cara a Ramona; no podía soportar su gesto de vieja indígena resistente e impenetrable, su olor a hipoclorito en las manos curtidas, su terquedad en ir recogiendo mis bombachas hace 15 años, hace 50 años, hace 300 años, ancestralmente. Le preocupaba que no riera; yo quería gritarle que la odiaba, que ella no entendía nada. También quería patear las paredes a grito pelado, llorar a mares y hacerme un nudo. Pero el bichito de la humedad estaba sellado: una bolita altiva que rodaba desapercibida en el patio enorme en el que jugaban los niños y los perros; las pisadas asesinas cerca, los hocicos amenazantes, la imposibilidad de caminar ligero hacia algún lado, hacia el pasto atrás de las hortensias. No, giraba a un lado y a otro en virtud de estas pataditas, de aquel lengüetazo, vagando encascarado en el desierto de un patio de baldosas frío.
Los tallarines estaban ricos y los comí todos. Luego, me quedé mirando el techo un largo rato hasta que sonó el teléfono. Una voz aguda de mujer que reconocí en seguida: la prima de la amiga de mi amiga. Se presentó por su sobrenombre y me espetó una frase armada con cuidado. Me había mexicaneado al chico con quien salía de vez en cuando y se sentía con una absurda obligación de hacérmelo saber. Emití alguna contestación ácida y escueta, y corté. Aquel tipo atractivo e inteligente, mentiroso y adicto, era el Barba Azul del cuento, pero como me sentía herida en mi orgullo, pensé que no valía la pena advertírselo. Por la misma razón y porque no tenía nada que perder, esa noche me fui a un bar.
Estuve maquillándome durante media hora, remarcando mis ojos oscuros, dándoles profundidad, haciéndolos penetrantes e impenetrables. Me vestí rápido y salí.
La noche estaba deliciosa, dulce. Las flores abiertas por el calor dejaban su estela en cada esquina y hasta los hombres que revuelven la basura parecían amigables. Incluso no desentonaban con las niñas rubias que flotaban dormidas, transportadas en brazos por sus padres bien vestidos.
El bar quedaba a unas cuadras de casa y meterse ahí no tenía sentido. La primera puerta no se notaba porque enseguida comenzaba una escalera encrespada de madera; cada escalón una curva, una forma pulida a fuerza del peso de los cuerpos subiendo y bajando. De hecho, una vez adentro, también se percibían las presencias anteriores. Aunque las ventanas estaban abiertas, la sensación era de estar nadando entre vapor estancado. Pero no en todo el lugar, sino solo desde algunos rincones venían bocanadas algo viejas y húmedas, algo muertas.
Me pedí una cerveza y me senté contra una de las ventanas. La música era buena y una brisa fresca comenzó a mover mi cabello suelto. “No está tan mal después de todo”, pensé sin alegría.
Tuve la impresión de que el ático se había poblado en pocos minutos. Bebí un vaso de cerveza y observé la luna cansada; tan agotada como yo, que sentía mis hombros y pómulos pesando toneladas de acero invisibles. La observaba sin expectativas, ahí colgada en medio de un cielo perfecto, aburrida, llena de polvo y de tedio.
La muchedumbre no me importaba, pero el golpeteo impertinente de un joven de espaldas a mi mesa me importunaba o, al menos, llamaba mi atención. Su pierna izquierda chocaba, a ritmo, contra mi mesa una y otra vez. Dejé entonces la crueldad impávida de la luna y me quedé en su espalda vivaz, contenta diría. Hablaba con otros gesticulando y movía, dale que dale, la pierna. No sentí enojo, sino que más bien me causaba un poco de gracia la situación; pero apenas sí dejé escapar una muequita ambigua que tal vez, para un observador, significaría algo así como un: “¿y este?”.
Por fin Miguel se dio vuelta desplegando una sonrisa enorme y blanca. Para colmo no dudó en invitarme a brindar con su vaso en alto, risueño. Yo le seguí la corriente mientras pensaba que ese tipo no podía ser uruguayo: tenía demasiada luz. Alguna capa de recelo fue ganada por mi curiosidad y aunque me sintiera como un topo bajo tierra, hosco y desanimado, había regresado hacía demasiado poco a mi ciudad. Todavía no había olvidado esa sensación de juego fresco en la charla entre desconocidos fronteras afuera.
Hablamos durante horas. Pasamos el tiempo jugando con las palabras, regalándonos pedacitos de nuestra historia, reconstruyendo de a poco la de todos.
Miguel tiene los pómulos huesudos y la piel tersa y amarronada, los ojos y el cabello muy oscuros, y las manos grandes. Además, se le nota el esqueleto y el alma en sus movimientos algo súbitos e inesperados. Fuma todo el tiempo y saca música de cualquier objeto: un pasto recién arrancado, una sábana y dos cuerdas, una botella a medio llenar, una caldera vieja.
Miguel sólo podía ser medio uruguayo y eso nos mantuvo cerca esas horas.
Sorpresivamente el ático nos dejó solos y junto con la claridad del día volvieron amenazantes mis fantasmas. Huí como poseída por el demonio; corrí hasta casa como si a las 7 los corceles se fueran a transformar en ratones y no paré hasta estar bajo el peso de mi acolchado.

Relato de trenes: El pasajero


El pasajero


Vesna Kostelich


El tren silba y retrocede lento como un dromedario agobiado por la rutina del ir y venir siempre por los mismos rieles. En pocos segundos, el torrente de pasajeros se escurre hacia la ciudad. Sólo un hombre ha quedado en el andén. Es un recién llegado pero tiene la apariencia inocente de quien sigue esperando a alguien que no ha venido.

Usa un traje claro, de color indefinido, entre verde y gris. El hombre lo lleva bien, con elegancia, aunque le queda un poco grande, como si el hombre hubiera adelgazado o como si el traje fuese prestado. El modo prolijo que tiene de moverse así vestido tiene algo del cuidado por las cosas que se adquiere por la carencia y no por la abundancia de ellas.

Ahora se dirige a la salida. La estación cóncava repite el eco de sus pisadas hacia el gran salón.

Se lo ve agobiado, sin ganas de llegar. Tiene la mirada de quien no quiere pero debe acudir a una cita. Pero el hombre parece ignorar el tiempo y camina sin apuro hacia esa ciudad hecha de relojes. Aunque carga solamente una maleta y el impermeable, el peso del alma que arrastra no lo deja ir muy lejos.

Se sienta en el banco de cemento y mira alrededor como tratando de que sus sentidos se acostumbren sin trauma al nuevo destino. Ha quedado sentado en una posición torcida, transitoria, pero no la cambia.

A pocos metros, el viento arrastra los envases plásticos y la basura liviana que se arremolina en un rincón. Dos niños juegan sentados en el piso. El viento les revuelve el pelo lacio. Uno es moreno y su cabello brilla como el de un caballo salvaje. El otro es más blanco que el azúcar. Tienen la misma edad, no más de siete u ocho años. Tiran algo contra la pared, lo recogen y se ríen, ese parece ser todo el juego. Junto a ellos un gato viejo hace guardia. Tiene los ojos vacíos pegados de moco.

El hombre los observa con el mentón pegado al pecho; algo en su mirada ha viajado a otra época, los ojos han adquirido cierta curvatura de asombro o perplejidad como si se recordara a sí mismo o a otros niños en otro sitio y otra época. Tal vez quiera llorar pero no puede o no sabe hacerlo; en cambio, cierra los ojos.

El aire le trae el rastro amargo del hierro de las máquinas y junto con él, el vaho intermitente de la ciudad que está allá afuera. Un poco se recuesta en el respaldo, afloja el puño del maletín y se deja inseminar por la brisa y los datos que ella siembra. El humo de los escapes y el barro sulfuroso de las zanjas, la perfidia de los perfumes caros de las putas caras, la violencia de la grasa de los puestos de comida, el sabor metálico del dinero que va de mano en mano.

En el otro extremo del salón, la puerta mecánica deja entrar el rugido de la ciudad. Es posible que del otro lado, más allá de las autopistas y los puentes, un hombre vestido como él lo espere para extenderle una mano floja sobre el escritorio de una oficina iluminada con luces de neón.

Pero el hombre de la estación no parece querer acudir todavía. Ha quedado anclado en su respiración como un barco hundido en el fondo del mar. Quien lo observara desde el techo abovedado, ratas o palomas, vería un punto sobre el banco de cemento; un punto detenido sobre el guión gris que separa el pasado del presente.

Ahora el hombre incrusta su nariz en el hueco del pecho y levanta un poco la camisa. En esa carpa vive todavía la memoria cálida de lo que fue hasta ayer. Es como abrir una carta de despedida para volver a leerla. Está el hedor de sus sobacos montado encima de un jabón que ya no usará, el aroma puntiagudo y amarillo de la ropa secada al sol, el de su piel que todavía recuerda a una mujer que ya ha empezado a olvidarlo.


29.10.07

Premiada!!!!

Con enorme alegría, recibimos la noticia en el taller de los jueves de que Gabriela Morales obtuvo el tercer premio en el concurso literario del Hospital Británico con su cuento "Lagunas" (una visión muy original de una situación quirúrgica, por cierto). MIL FELICITACIONES, GABY!!! La hinchada, agradecida por los goles de su cuadro...

22.10.07

Texto seleccionado de octubre (taller jueves): BEBÉ LOBO



Bebé lobo


Juana Flores


En la oscuridad se escucha la voz suave, dulce, algo quebrada, de un hombre que no llego a ver bien. Su voz no lucha por un espacio en el tiempo ni toma carrera trémula; se hace presente para mí con una fuerza obvia, como se hace presente la luna llena a la mirada de los amantes nocturnos.

* * *

Estoy “en tránsito”; haciendo tiempo en una ciudad que no conoceré. Descubro la magia de la música en mis auriculares. Las creaciones del hombre de la voz dulce y quebrada me acompañan y no me siento sola. Saco mi cuaderno; comienzo a escribir: “La banda suena mientras la chica de los masajes, a mi derecha, pierde su mirada en el infinito de ventanales gruesos que la separan de la pista, de la noche.”

Recuerdo su última visita. Llegó a casa con un gorro de lana que le tapaba las orejas y un rompevientos oscuro. Atravesó la puerta con la cabeza gacha y mirando a los ojos. Tiene cara de topo pero alma de lobo herido. Subió por un té que luego no aceptó tomar; me hizo reír hasta que habló de su enojo del sábado anterior. Insinúa haber hecho lo que no quería. Fantaseo con varias escenas más o menos tristes, pero luego simplemente me quedo con esa sensación de fraude, de vacío ante uno mismo.

Los viajantes pasan tironeando de sus pertenencias, haciendo rodar sus valijitas y yo sigo escribiendo:

Arquetípico abrazo;
tu boca en mi cuello,

y el pecho que sube y que baja.

Tu cabeza en mi regazo;

engarce de brazos y manos.

Una paz, un mimo, una cercanía.


Al lado mío dos mujeres cuidan de un bebé, igual que lo hacía yo con mi amiga Alicia cuando jugábamos a las muñecas. Las observo absorta en la poesía de las canciones. Me acuerdo de Cohen, y después de Whitman, y siento que escribir es tan natural como el bebé, como la desazón de la chica de los masajes, como el aullido que no escuchamos, pero intuimos, tras los gruesos ventanales.

* * *

En medio del pecho siento un calor desmedido, el corazón me late a una velocidad inusitada. Es miedo al miedo separando poco a poco la epidermis de mi cuerpo, alejándome de mis límites físicos. Es el recuerdo del miedo actuando con una premura y en forma ingobernable para la mujer encerrada. Ella abre las ventanas, se moja la cara, se quita el abrigo, se bebe un trago fuerte. Ella sabe que todas las acciones inevitables, irremediables, necesarias para una supuesta supervivencia, no hacen más que alejarla de sí, de mirarse a la cara, de encontrarse y abrazarse.

Por fin suena el timbre. La voz suave del otro lado; un alivio.
Me pongo una remera de manga larga, algo más acorde a la temperatura ambiente, me seco la cara e intento semejar cierta normalidad. Imposible. Ya lo había llamado veinticinco minutos antes, contenida pero desesperada.

Ahora el abrazo no es arquetípico; es envolvente, es salvador, es necesario. Intento desarrollar en palabras un esquema comprensible pero sé que es como querer atrapar sus noches de lobo. Lo importante es que mi mano derecha se zambulle en medio de un pecho caliente, de un nido que calma mi corazón embravecido.

Mientras tanto, imagino que podríamos darnos amor como los gatos. Ellos levantan las manitos y se tocan, enroscan los cuellos, sacan las garras, se alejan y erizan la cola, vuelven olisqueándose, pendientes uno del otro, amando la libertad, gustando de la noche, de exhibir su belleza, de darla. Y sin embargo con ese dolor ineludible de la vida.

Yo los entiendo demasiado. Soy otro gato deseoso de meter constantemente mi cabeza en un cuello protector y amante, en un cuello que huela a piel lavada, a dulzura triste, a hombre con mirada profunda y olor a madera. Pero no somos gatos y conozco bien esos cabeceos de felino.

Entonces me separo y voy por mis escritos. Elijo algo y comienzo a leer. Estamos cerquita pero mediados por objetos, protegidos por ellos. Me doy cuenta de que me patina algo la lengua y me causa gracia. Él también ríe. Por un rato no hay bebés, lobos ni gatos. Solo nos disfrutamos, mientras la luna llena brilla afuera para otros.

Relato de cárcel: Batallas mínimas

Batallas mínimas

Ana Arjona


La mañana está clara, azul, casi de fiesta. Desparrama frescor y sin involucrarse, acompaña mis pasos que vienen despertando las baldosas y los árboles dormidos, de una calle de barrio, en Punta Carretas, tan larga y a la vez tan corta, en este sábado de guerra.
Me detengo ante el puesto de flores. Todavía es muy temprano. La feria está casi vacía. Rayos oblicuos y empolvados caen sobre las lonas. Soy una de las pocas personas madrugadoras. Pero es que esta es mi rutina de sábado: comprar lo único vivo que logra pasar la requisa. Y llegar a tiempo.

Allí están, somnolientas, igual que siete días atrás. Algunas todavía muestran las gotas de agua de la regadera, como prismas cristalinos sobre los pétalos. Me invade la belleza oscura y apasionada de las anémonas, sus capitas de seda, sus sombreritos negros. Cantan las estrellas blanquísimas de las ilusiones despatarradas entre los alambicados y frágiles tallos, temblando por ser elegidas. Las marimoñas, más pertrechadas de gasas que sus compañeras, ofrecen sus mejores trajes de ballet en procura de seducirme. Sufren las varas de nardo por no tener la flexibilidad de las margaritas o de otras descocadas, pero igual me cautivan con su aroma secreto.

Elijo y me marcho segura. Sé que un pedazo de vida se colará entre los barrotes y los muros como un llamamiento radical a la belleza, como una apertura al aire libre de los campos.
Voy pensando que un pequeño pimpollo tiene la posibilidad de madurar, abrirse, transformarse y contrabandear sensaciones, perfumes. Que un tallo, una hoja o una flor, infiltrará en la celda lo no dicho, la peligrosidad de lo natural, el devenir que esconde la semilla, su fuerza, su futuro marcado por otras leyes que no podrán ser abolidas ni deformadas, ni ocultadas, ni forzadas por decreto. Voy creyendo fuertemente en ello, pero con cara ingenua, no sea cosa que me delate el brillo de los ojos o la contundencia de los pómulos. Voy conspirando.

El aire aún está húmedo. Algunas baldosas retienen un halo oscuro en los bordes.
Paso frente a la iglesia con alegría alerta. Sé que allí, y también en el quiosco de enfrente, todavía se practica el amparo. Un rápido recuerdo me lleva hacia los sacos y gabardinas que surgen nadie sabe de dónde. Préstamos solidarios, que acuden prestos a cubrir algún escote perturbador, alguna falda corta, algún vestido o pantalón apenas insinuante, para desactivar el goce prepotente del manoseo de la guardia, la mordida de rabia e impotencia en el corazón. Oigo volar las campanadas rebotando entre los edificios altos de la calle, pautando el tiempo, regalando normalidad a la mañana.
Cruzo en la esquina y ya no puedo volver a subir el cordón. Transito por la calzada, paralela a la vereda. Nadie puede pisarla, está prohibido. Una sonrisa interior se suelta y me recorre. Es bueno y sano saber que no me pueden quitar esa libertad.
Llego frente al portón de entrada del penal, vuelvo a subir la vereda y enfilo hacia él. Camino sobre las grandes lozas de granito gris y rosado que me siguen pareciendo nobles y ajenas al camino que trazan. Las siento casi pedir disculpas. Están gastadas de tantos pasos, de tanto ir y venir adusto.
El aire se va cargando de murmullos desafinados. Tampoco los arbustos, ni los ceibos, ni las palmeras disfrutan del lugar en que les ha tocado crecer. Un leve escalofrío me eriza la piel, aunque estemos orillando el verano. Las cosas van perdiendo color a medida que me acerco a la alta verja. Detrás se alzan los muros, centinelas grises y prepotentes. Y muy por detrás el cielo encajonado.


Paso bajo la arcada y me dirijo al ala izquierda para depositar el bolso, las flores y las cartas. Lo hago de manera sutil, con firmeza y dignidad, pero de modo tal que no pueda ser tomado como un acto de independencia. Logro esta vez esquivar el malhumor y el destrato metódico de la funcionaria que con los lentes colgados de una piolita, el pelo mal recogido y el uniforme arrugado, parece que estuviera esperando que algún día pase su mala racha.

Allí, me siento en uno de los dos bancos de madera clara, lustrados a fuerza de esperas, cruzando los dedos del alma, para que las otras cartas, las que espero, hayan pasado la censura.
El trámite puede llevar horas, y sólo obedece al propósito de molestar, humillar, hacerte sentir que ni tú, ni tu tiempo, tienen valor. Mostrar el machacón poder de cambiar cada día los códigos. Para que pierdas la huella, desconozcas de qué se trata y nunca sepas dónde estás parado.
Nosotros somos el ratón, ellos el gato. Pero a veces el ratón se agranda.

Suena una clarinada impresionante en el aire estanco, aún mojado.
“¿Quién es este tipo que puede hacer estallar las paredes, dulcificar el día, transformar el cuadrado inamovible del cielo en una maravillosa lámina de luz?”, me pregunto a pesar mío.
La música trepa los muros en las notas del viento y se marcha sin que nadie de los que mandan se percate.

Me avisan que me concedieron la audiencia que pedí con el director de la cárcel.
Respiro hondo. Me paro. Me concentro en la fortaleza y en la sagacidad que necesitaré para argumentar.
Atravieso el patio de piedras que separa el cinturón de los muros de entrada, del contundente edificio. Detrás de él están presos la sangre, los corazones y los cuerpos de otros muchos.
No sus pensamientos, no sus amores, no sus ansias. Y él está entre ellos.
Imagino su sonrisa iluminada y me preparo para, dentro de instantes u horas, lograr una visita especial.

Uno de los policías que hace la guardia, me señala la puerta de la oficina del director.
Entro despacio. Un escritorio grande de madera oscura, una mole cuadrada sin gracia con un sillón de brazos detrás, está enfrentado hacia la puerta, y una sillita, de espaldas, más baja, casi enclenque, parece estar esperando a su víctima.
Es una sala amplia, algo oscura, creo que por las estanterías llenas de libros, que intentan contar algo que desestimo al instante. Hay estatuillas, banderines, papeles, legajos, frases del prócer descontextualizadas, como les gusta ostentar, y un olor pesado, opresivo, que parece envolverlo todo.
Con una media sonrisa que nadie le ha pedido, el director me tiende la mano. Ese gesto parece fuera de lugar, pero se la estrecho, cómo no, mientras sus ojos impávidos trabajan en la radiografía de quién soy, clasificando, intimidando y a la vez señalándome la sillita.
Es alto, la cara cortada a cuchillo, la piel aceituna. Se sabe elegante y poderoso, pero lo disimula detrás del movimiento lento de su cuerpo.
Toma asiento. Del otro lado de la mesa, parece más alto, más erguido.
Comienzan las preguntas.
-Usted sabe que no le corresponde esta visita, -me espeta.
-No la común, claro. Por eso le estoy pidiendo una especial, -le contesto, tratando de que mi rostro se vea impasible pero suelto, que mi mirada sea inteligente pero no tanto que se transforme en sospechosa, que mi cuerpo esté firme pero no orgulloso, que mi voz sea serena y no me traicione.
Algo pasa en su mirada. Espero.
Somos dos equilibristas enfrentados, balanceándonos en una misma cuerda, intentando un diálogo que sabemos imposible.
-¿Por qué cree que debiera concederle la visita?- insiste, mientras alcanzo a percibir un dejo de interés en la voz y una pizca de luz en los ojos.
-Usted sabe que hace meses que no he tenido una,-le contesto sosteniéndole la mirada casi con ingenuidad. -También sabe que puede corresponderme. Por eso,-insisto algo subida en los pedales-he pedido la entrevista.
Después me quedo en silencio y pienso que tengo que lograr convencerle de que necesito esta visita, pero no tanto que le sea placentero negarla. Aún más, que él, mesías todopoderoso de esta cárcel, de este reino policíaco y absoluto, se autoconvenza de que sería bondadoso, su buena acción del día, levantar el pulgar y otorgar casi con emoción este pedido mínimo.
Sigo a la espera. Y algo me dice que he dado en el blanco. O que hoy, el azar nos ha tocado.
Se levanta, sale sin despedirse.
-Suban al preso,-le ordena a la guardia.
-Tiene quince minutos,- le oigo decirme por encima del hombro.

Miro la escalera desde la altura en donde estoy, y parece no terminar nunca. Es ancha y larga. Allá abajo, todo se oscurece, se ensucia, se confunde. De pronto, desde el vano de una puerta que se abre, lo veo avanzar entre dos policías. Algo en su andar me parece raro y me doy cuenta de que viene esposado, con las manos a la espalda, y que no tengo recuerdo de esta forma de andar. Una tensión espesa en al rostro y en la mirada me hace casi desconocerlo, mientras comienza a subir de uno en uno los escalones flanqueado por los cancerberos.
Apenas se suaviza cuando, ya al lado mío, le quitan las esposas y me oye susurrarle alegremente:
-Tenemos quince minutos de visita sin rejas, -como si fuese todo el tiempo del mundo.

18.10.07

Texto seleccionado de octubre (taller miércoles): DESPEDIDA

Despedida

Cecilia Perez





Mi hermano murió una fría mañana de abril a los veintitrés años.

Cuando su respiración se volvió entrecortada, tomé su mano con fuerza y la aferré entre las mías, como desafiando al destino en una batalla que ya sabía perdida.

De pronto, ya no pudo respirar; rodeé entonces con mis brazos su cuello pálido, acaricié su lacio y renegrido pelo, y llené sus mejillas de desesperados besos. Miré su rostro, una y mil veces, olí su piel intentando retener para siempre su delicado aroma.

Me acurruqué en su pecho, primero cálido y luego ya frío, y así permanecí, en el más profundo silencio.

*

Ya entrada la tarde, caminábamos lentamente por entre las tumbas, con los ojos tristes, las mejillas rojas, las cabezas gachas.

El silencio inmenso sólo se rompía por desgarradores llantos.

Llovía, el agua caía sumisa en diminutas gotas sobre panteones, cipreses y deudos que la recibían también con actitud obediente y resignada.

El aroma de los pinos y de las flores se mezclaba dando un aspecto primaveral a ese otoño desolado y gris.

Mi madre, ataviada en un riguroso traje negro y con gran compostura, presidía la marcha. Unos pasos detrás lo hacía mi padre, con el andar sombrío y los ojos atormentados.

Cuando el féretro fue cubierto por el último trozo de tierra no pude evitar gritar de dolor y de espanto.

Relato de arrabal: La tanguería


La tanguería


Carolina Temesio


En la puerta hay un cartel que reza “Paze”. Cada vez que lo leo me lamento de no tener una lapicera, para escribirle encima una S. El cuida-coches en la puerta da la bienvenida con aires de exclusividad y protocolo. La escalera de mármol empinada, con peldaños rotos y manchados, conduce al cielo. El olor a humedad y encierro le reverencian al unísono a quien emprenda el ascenso.
La casa antigua, en penumbra, con pisos de tablas desvencijados y cortinas de voile amarillentas, envuelve en acordes de bandoneón salidos de un parlante en la punta de la pista. Un espejo al fondo, multiplica por dos a las pocas parejas que se mueven cadenciosas dibujando efímeros firuletes. Macuca, detrás de la barra de madera, domina la escena con sus pechos imponentes proyectados hacia delante, como dos miras telescópicas; el pelo rubio teñido a la fuerza sobre la tez morena, los labios repintados. Sirve copas, mandonea a la muchachita que atiende las mesas, y administra la gloria de quienes se agachen a suplicar un poco de su gracia.

Llego los viernes, cuando la noche ya esta mas exprimida y seca que un limón, a la hora en que para conseguirle algo de jugo hay que apretarle la cáscara. Los dueños de la noche siempre son otros. Distintos cada viernes, pero parecidos. Distintos también de ellos mismos a la luz del día. Me entretengo solo, con las historias que imagino tejiendo a partir de señas sugeridas por la escueta realidad que se ve. Desde algún rincón les guiono la existencia, mientras sorbo a discreción alguna lagrima caída del cielo de Macuca. Esta noche al entrar, planeo la mirada en la penumbra para ver quien la habita y buscar mi hueco. Si los personajes que me encuentro aquí no existieran, eso sí, jamás podría inventarlos.

Un petiso compadre, con el pelo aplastado de gomina y sudor, todo vestido de negro desde el cuello hasta los pies, baila envuelto entre las carnes de una gorda que lo triplica en humanidad. Con la cabeza casi enterrada entre los pechos de su compañera, la hace mover siguiendo el compás de la orquesta que suene, con delicados gestos de manos y rodillas diminutas. Aquella mujer parece un contrabajo enorme y obediente ejecutado por un grillo de luto.

Otro bailarín, espigado, flaquísimo, con cara de semilla y gesto de pajarito, de pantalones vaqueros casi cayéndose, abraza a una joven mujer, morocha de pelo corto, vestida con pollerita estampada y por debajo calzas y sandalias artesanales. La hace girar con destreza acrobática. Ella, con levedad de mariposa, sube, baja o se detiene para interpretar el silencio entre dos acordes, con gracia infinita.

En la habitación contigua, la luz de una portátil ilumina una mesita redonda con mantel hasta el piso, ceniceros de porcelana y vasos de plástico. Dos varones, contra otro varón y una dama, dirimen una partida de truco. La mala estabilidad de los vasos y los manotazos al mazo de cartas ha hecho derramar ya varias veces el vino sobre el mantel. La muchacha de Macuca les trae alguna vitualla: un platito con una pizza cortada en pequeños cubitos, y otra jarra de vino de la casa, que no puede dejar de surtir las gargantas.

Al fondo del salón principal, sentado sobre un taburete y casi desparramado sobre el mostrador, el cantor confiesa sus penas de amor ante el altar de Macuca. El gorro apoyado en la barra, debajo de una mano, en la otra mano la copa algo inclinada, apenas despegada del mostrador por los escasos centímetros que se separa de su boca. La música se le descuelga como de una tormenta divina pero lastimera. Y le purga el alma de sus contenidos. Macuca lo escucha, sin perder de vista cada movimiento de la pista. Con el rabillo del ojo domina también la otra sala; los ires y venires de la muchacha; las manos por debajo del mantel de un señor muy formalmente vestido y una chica con mirada de barrio, en otra mesa más alejada. Con su sonrisa congelada escucha al cantor, con el gesto quieto pero dejando los ojos libres para ir y venir escaneando cada situación que preside con imponencia. Un gato blanco y gris salta de su falda al mostrador, y luego aterriza en el piso para desaparecer detrás de una cortinita que se podría presumir conduce a una cocina. El cantor pide ahora un anisado, se templa aún más el garguero, que no se le entibia, como el recuerdo de las ventanas mal cerradas de su casa de pensión.

Ahí estoy, contemplando escenas que animan la letra de un tango, cuando lo veo surgir en la punta de la escalera. Como detenido en el borde de un círculo invisible y midiendo el tamaño del paso a dar o ajustando la pupila a la poca luz. Al principio dudé si sería el. ¿Cuantos años, 20? 30? Qué sé yo. Infinitos. Cargaba un bolso pesado y su silueta era delgada y completamente gris. Avanzó lento, primero hacia una mesita alta y redonda ubicada en diagonal con la escalera, y en la mitad del trayecto torció decidido de dirección y avanzó hacia la barra donde estaba el cantor. Descargó su bolso y me retuve de interceptarlo de inmediato. Dejé que fluyeran unos minutos integrándolo a esas escenas que acostumbraba a husmear con deleite, para disimular mi soledad. Lo vi gesticular, acomodarse el jopo entrecano, dialogar con el cantor a quien parecía conocer. Avanzar hacia él, era para mi como retroceder en el tiempo. Algo me inmovilizaba, cierta reticencia a encontrarme con el que fui para otros, o peor aún, encontrarme con el que soy ahora descubierto en mi presente.

Crucé por el medio de la pista, sabiendo que es ley tanguera que se debe bordear para no importunar a los bailarines. Me senté en la barra a su lado y, aprovechando que me daba la espalda, le dije en un susurro: “Pimpo Corrales, entregate”.

El Pimpo se volteó y de la sorpresa atinó a sacarse el gorro. Estaba viejísimo. Vi como le brillaban los ojitos azules, que eran la única e intensa nota de color de su estampa. Me abrazó lo que duró el final de una milonga, para volver luego a mirarme y certificarme vivo. Un muchacho cargando un teclado me pidió permiso con aliento a marihuana. La pista se había llenado de bailarines; la volví a cruzar ahora seguido por el Pimpo con el bolso. Por el apego entendí que se trataba de su bandoneón.

En ese instante en que nos acomodábamos en las sillas empezó a sonar Farabute y no pudimos articular palabra como en rito, hasta que el troesma terminara de cantar la letra del canillita Casciani. Se notaba que ninguno quería hincarle el diente a los quilombos familiares que nos unían y nos distanciaban. Para mi tranquilidad, él seguía llamándome primo, y yo a él tío, como había sido siempre y como le convenía a cada uno para rejuvenecerse frente al otro. Que esa naturalidad se conservara me daba cierta paz. No la nombró para nada. La nombré yo, a propósito, hablando de la herencia que le había dejado un primo suyo, un campito de morondanga después de Blanquillo, pasando el repecho y casi llegando a Zapucay. No me fui en detalles porque él conocía esos camino mejor que yo. Pensé por un instante que los destinos habían quedado mal barajados en su contra. Que de pura casualidad yo había cantado flor, y me había quedado con una prenda que no era mía. Para peor me había durado menos que una botella de amarga en el placar, y que por llevarme la baraja, me había tenido que ir del pueblo. Se sabe que con mazo incompleto no juega nadie.

La gorda que había bailado con el petiso vino a invitarlo a la pista. Cuando se nos acercó vi que llevaba unas delicadas medias de red y tenía cara de rusa, y un hilito de sudor en el escote. El Pimpo Corrales no era milonguero, era de escuchar la orquesta quieto, pero no le permití que la rechazara. Mientras le ofrecía su baile de marcados y sobrios vaivenes, reconocí la humildad y maestría con la que hacía todo. Me arrimé al mostrador. Macuca dejó escapar la sonrisa triste de quien ya ha leído enterlíneas lo que no esta escrito, le pedí mas trago.

Vi que al fondo, la partida de truco había culminado. El cantor y el tecladista se acomodaban ahora al fondo, frente al espejo en un escenario improvisado. Ahí, una silla vacía lo esperaba al Pimpo, porque el bandoneón se toca sentado, con la cabeza gacha, y como mirando para adentro.

17.10.07

Relato de hospitales: Noche


Noche


Machi


La subimos al Fitito descascarado de mi prima como pudimos, una de cada costado. Ella iba flotando, entre cánticos, con su melena alborotada, sus cachetes rojos. Impresionaba su mirada de india perdida, desgajada. Yo le acariciaba la mano fría, rígida por la medicación. Miraba hacia afuera y se notaba su fuerza desbocada, la pérdida de conexión conmigo y con el resto. Yo también estaba rígida, de dolor, los ojos duros, sin pestañear, ni una sola lágrima, mi mente en mil cosas: en las uñas de ella impecablemente pintadas, en el anillo, que es mío y ella usa siempre. Pensé en papá que nos estaría esperando, con su olor a menta , el olor que le siento cuando algo grave pasa. En mamá que se quedó cuidando a la niña.
Habla sin parar cosas incoherentes y mientras lo hace se sonríe apenas. Habla del ángel de la guarda, de los seres que la habitan. En el viaje yo trato de arreglarle el pelo, le paso suave la mano por la mejilla y por un segundo se recuesta en mi hombro y solloza. Enseguida se pone a cantar cosas incomprensibles.
Yo sigo dura, no hablo, casi no respiro. Sigo recordando esos días de vacaciones, tengo que pensar en cosas buenas.
El viaje es largo, el Musto queda muy lejos del centro. Es la primera vez que la internamos, hay que protegerla. Estoy convencida de que es lo mejor para ella pero no puedo aceptar mi limitación para ayudarla. No tolero verla delirar y colgando del mundo como si fuese una cometa sin hilo. Esta vez ni siquiera yo logro que tome los medicamentos, es una especie de huracán que nos arrastra a todos.
Tal vez si estuviéramos solas yo podría mejor con la situación. Pero no estamos solas y no queda lugar para lamentos. Quisiera acurrucarme en la rama de un árbol y sentir el sol en la cara, quisiera escuchar pájaros pero es invierno, la gente camina tapada de lanas, de bufandas que acompañan al viento.
Ya es noche cerrada cuando nos aproximamos al lugar, nunca antes había estado aquí. Impresiona como una cárcel, tiene vidrios por todas partes y algunos puntos luminosos
La tengo que ayudar a bajarse del auto, habla arrastrando la lengua pero en cuanto ve la construcción me dice: “¿acá voy a empezar a trabajar?. Le paso mi brazo por el hombro y le digo que si, que hay muchos enfermos para que ella cuide. Papá está en la puerta . Ha envejecido cien años, nos abraza a las dos y yo lo repelo como si me hubiese acercado a un cable pelado. Si me dejo abrazar me derrumbaré. Me pongo fría, tan fría que no me reconozco. Le digo que no es forma de ayudar esa. No hay que quebrarse , ella nos necesita enteros, murallas, fuertes. Mi pobre padre dice que tengo razón y entre los dos la llevamos para que la ingresen.
Subimos dos pisos hacia una sala vacía, le inyectan algo y ella no quiere acostarse, a los tumbos camina queriendo reconocer el lugar. Hace veinticuatro horas que no duermo y que no veo a mis hijos y que no como ni bebo nada. Me siento tan sola, tan abandonada , enfrentada a tener que tomar estas decisiones. El silencio me aturde, me gustaría escuchar algo de música. La recuerdo pasándose a mi cama porque había monstruos que le daban miedo. Se abrazaba fuerte a mi cuello y su respiración caliente y corta me hacía cosquillas, yo la acariciaba y se iba tranquilizando hasta quedar dormida. Recién ahí podía desprenderme de su abrazo y sigilosa pasarme a su cama para descansar mejor. Muchas veces presentía mi partida y otra vez me abrazaba fuerte hasta que el sueño me vencía a mi también. Llega Luisa a acompañarla para que yo descanse. A veces ella recupera un poquito de luz, y vuelvo a mirarme en sus ojos de niña, ella me reconoce y me abraza. Le prometo que mañana a las siete estaré allí , con ella. Se cierra la puerta y el vigilante pasa la llave.
Bajo las escaleras casi corriendo, la noche y el viento me reviven y entonces la veo haciéndome chau desde aquel ventanal gigante, que por momentos se la traga, igual que la locura.
Cuando encuentro un árbol puedo por fin recostarme y empiezo a llorar. Mis sollozos son una especie de lamento de animal herido, luego se hacen gemidos, tenues, cortos. Respiro casi a mi ritmo normal, entonces me seco las lágrimas con el pañuelito perfumado que ella me puso en el bolsillo y empiezo a caminar.

15.10.07

Catarata de textos destacados en los talleres!

Con mente optimista, presentarse a un concurso literario implica un 99.7% de posibilidades de que no pase absolutamente nada. Eso sí, si algo es seguro es que el otro .3% restante sólo es posible cuando uno se presenta. Claro, sabemos que no todos los concursos se manejan de buena fe, a veces responden a políticas editoriales, e intervienen todo tipo de factores extra literarios que pueden llegar a determinar que textos excelentes sean ignorados cuando otros, mediocres o comerciales, son aplaudidos. Pero la chance siempre está –en tanto se compre el billete de lotería–, y finalmente lo importante es el entrenamiento interior de presentarse, el proceso de lograr hacerlo, el desapegarse del resultado.

Con esa visión, que es la de esta propuesta creativa, hoy podemos celebrar un montón de premios o destaques de participantes de los talleres de Gabriela Onetto en los últimos meses. El de Mariela Etchart, participante del taller de historia personal de febrero y del taller virtual de mitología y escritura, en el concurso de Cooperativa Bancaria y Biblioteca Nacional, con mención entre 720 relatos. María Inés Dorado, participante de historia personal 2006, con mención en el concurso Paco Espínola que tuvo una inesperada participación de más de mil relatos. Gabriela Morales, del taller presencial de los jueves, que resultó finalista en el concurso organizado por el Hospital Británico (y en cuyo jurado está el excelente escritor Rafael Courtoisie). Vesna Kostelich y Ana Arjona, también de los jueves, finalistas en el concurso internacional organizado por Schering y Editorial Santillana, "Mujeres con hormonas", junto a la propia Gabriela Onetto. Estos últimos dos concursos tienen aún pendiente el anuncio de su fallo, pero por aquí los festejos por las distinciones ya logradas han sido abundantes! Felicitaciones, especialmente a quienes logran el primer estímulo en un concurso y serán publicadas por primera vez: que sirva como motivación para mostrar lo que escriben y presentarse a nuevas convocatorias... por aquella remota posibilidad del .3% que sólo puede entrar en juego *estando allí*!!!

Con permiso de las autoras, próximamente iremos publicando estos textos aquí en la Bitácora del taller. Menudas escalas en el viaje...

17.9.07

Texto seleccionado de agosto: RETAGUARDIA


Retaguardia

Gora


Hacía mucho calor, recuerdo. Avanzábamos en bloque, tratando de conseguir agua a cada rato para no deshidratarnos. Yo estaba en el cordón, justo en la unión entre franceses y suecos. La cadena humana estaba tan tensa como nosotros mismos. Sed y nervios no amainaban la firmeza. Al grito de raus, raus, raus, avanzábamos. Un coro a capella de distintas voces, en infinidad de idiomas, mantenía los ánimos encendidos. Y salían las señoras a sus balcones para saludar a la multitud que pedía algo para refrescarse. Cada vez que caía un baldazo o una botella desde algún edificio, llovía una fiesta de aplausos. Aquel líquido maravilloso renovaba nuestras energías.
Una emboscada casi frustra nuestros objetivos. Tuvimos que atravesar un túnel largo y oscuro. Nuestras manos se aferraron unas a otras con más fuerza que nunca, para lograr atravesar, ilesos, la negrura de un lugar recóndito en una ciudad desconocida para nosotros. Caminamos a ciegas con el pecho apretado, agudizando los sentidos y manteniendo el estado de alerta. Los cánticos se hicieron oír más aún, retumbaban junto al eco de los pasos como verdaderos gritos de guerra, imprescindibles para enaltecer el coraje en condiciones adversas.
Sin ver sus rostros sentíamos los escudos. Respirábamos adrenalina temiendo que algún novato imprudente fuera soltar un gas en aquel recinto claustrofóbico. Oímos un grito, que por efecto dominó fue propagado en varias gargantas. Las consecuencias podrían haber sido nefastas de no ser porque ellos tenían más miedo que nosotros.
Volvimos a la luz agitados, el cordón lateral izquierdo se desarmó por algún motivo que nunca supe. Algunos abandonamos el sector derecho para controlar la situación lo antes posible. En eso veo a Neven derribado en el suelo y palazos de todos lados. Me arrojé delante de él para sujetarlo con fuerza. Trataban de apartarlo de la multitud y llevárselo a golpes de cachiporra. Yo me aferraba a él con todo mi ser, aguantar los garrotes no era nada para mí; las posibles secuelas físicas eran incomparables al daño que podían hacerme si lograban arrancarlo de mi lado. Neven se sujetaba a mí tratando de cubrirme. Y así rodamos hacia el centro del bloque, encadené su brazo con el mío y juntos, abrazados, continuamos la marcha.


2.8.07

Texto seleccionado de julio: LAGUNAS

(Tercer premio en el concurso literario "150 años del Hospital Británico", Uruguay 2007)

Lagunas

Gabriela Morales


Una bruma gris, espesa, lo envuelve todo. Entra por mis ojos, nariz y cada resquicio de mi piel. Permanezco de pie, apenas cubierta por una bata blanca larga y estirada. Tanteo la pared rocosa interminable que tengo a mis espaldas, con algo de cuidado y bastante más de miedo. La viscosidad que descubren mis dedos temblando me disuade de recostarme para alivianar la espera.
El aire parece no tener temperatura y mi cuerpo tampoco. Observo mi piel, me devuelve un color desconocido, como si estuviese desvaneciéndome lentamente. Mis pies descalzos se sostienen inestables, sobre un barro tibio y verdoso que se cuela entre los dedos, transformándose en cuerpos amorfos, estirados. Todo sin dudas resultaría increíblemente asqueroso. Sin embargo, es como si la posibilidad de la repugnancia me hubiese sido amputada.
A pocos metros de mis pies, se extiende el agua turbia, de un azul violáceo. Como paralizada, se prolonga hasta donde llegan los ojos. Un olor agrio, a vegetales pudriéndose al sol, emana en forma casi visible desde el lago. Permanezco quieta, obedeciendo algún oculto designio.
Mi boca me trae un sabor metálico, desagradable. De pronto tomo conciencia de la inmovilidad de mi lengua, aplastada. Escupo sobre mi mano y descubro una moneda reluciente, en la que rebota hasta el infinito una luz que no logro descifrar de dónde sale. La observo, incapaz de reconocer esos números ni el rostro que se dibuja del otro lado. La quietud y el silencio me asfixian. Sin pensarlo mucho, tiro con fuerza la moneda hacia el lago, buscando que al menos el sonido me haga compañía. Se detiene un segundo al tomar contacto con el agua, como si ésta en realidad fuese nata o aceite. Por último se hunde, produciendo un sonido hueco que se dibuja en círculos concéntricos. Estos se mueven lentamente, agrandándose una y otra vez. Una ola pequeña llega por fin hasta la orilla y produce un chapoteo desmedido.
Mis ojos buscan desesperadamente algún objeto o superficie familiar que les de sosiego. Me arrepiento de haber tirado la moneda, al menos era algo en qué entretener las manos. Como defendiéndose, mi mente genera, o recupera, imágenes caóticas, multicolores que desfilan groseras frente a mis ojos. Soy incapaz de encontrar lógica alguna a lo que me dispara el cerebro; sin embargo, muchas escenas sacuden dentro mío una extraña sensación de familiaridad.
De pronto, y después de lo que no sabría decir si fueron siglos o segundos, surge un sonido leve. Aguzo el oído, intentando descifrar aquello que las paredes rugosas parecen empeñadas en caricaturizar. Casi podría afirmar que es un barco deslizándose sobre el agua. Inquietud y terror habitan por igual mi cuerpo. ¿Debería ocultarme? ¿O quizá comenzar a gritar y pedir ayuda? Escondites no parecen abundar en este paraje desolado. En realidad, no tengo demasiado tiempo de evaluar alternativas...
Ante mis ojos aparece una barca de madera. Son tablones uniformes, oscuros sobre los que se alza una caseta algo desvencijada. Una silueta encorvada sostiene un remo que se interna dentro del agua y asoma un par de metros hacia la oscuridad. A medida que se acerca, puedo ver que es un hombre. Muy viejo, y sin embargo realiza cada movimiento en total armonía, como si no le costara nada. Los movimientos sin duda se dirigen hacia mí, así que opto por arrastrar mis pies entre la espesura del barro y acercarme a la orilla.
Casi a punto de llegar, se detiene. Ahora puedo ver su rostro. Los ojos casi desaparecen entre un sarpullido interminable de arrugas. A pesar de ello, un fulgor entre rojo y negro me observa, como queriendo atravesar mis pupilas. Sus uñas largas y puntiagudas se clavan en la madera del remo, que sostiene inmóvil. Permanezco estática observándolo, cierro mis brazos sobre la bata blanca, temiendo algún viento desconocido que deje mi piel traslúcida al descubierto.
-¡Dale, nena! ¿Te pensás que tengo toda la vida para esperarte? –es como si su grito me hiciese tomar conciencia de golpe, del horror de todo esto.
Atajando otro posible rezongo, me pongo en movimiento. Mis pies tocan ahora el líquido del lago, que contiene sustancias indescifrables en suspensión. Me deslizo con rapidez sobre el barro, temiendo alguna alimaña marítima que haga presa de mis pies. Apoyo ambas manos sobre los tablones ásperos. El viejo permanece como una estatua sin hacer el menor atisbo de ayudarme, aún viéndome forcejear buscando un punto de agarre.
Finalmente lo logro y subo. Quedo a menos de un metro de distancia de él. Un olor pútrido, nauseabundo, viene a mezclarse con todo lo demás. Hace rato que una hilera de lágrimas desfila interminable atravesando mi cara.
-Tomá y dale que vamos atrasados… –me escupe ahora, con furia, observándome de arriba abajo.
Sostengo el remo que me alcanza. Al instante su peso exagerado me arrastra, casi al punto de hundirme en el lago.
-¡Serví para algo! –me dice y prende sus uñas de mis costillas, obligándome a hacer fuerza.
Es casi imposible, pero rebusco en cada músculo cualquier vestigio de fortaleza que me permita aferrar el remo. El viejo permanece frente a mí, con los brazos en jarra, un pelo gris ceniza cae largo sobre algunas partes de su cabeza.
Supongo espera que me mueva. Aliviada, observo mis brazos ponerse lentamente en marcha.
-La guita… nena, ¿para cuándo? ¿O te creés que esto es gratis?-me reclama ahora, inmune al dolor que se entrevera con mis lágrimas.
Alzo los hombros, incapaz de articular palabra. Caigo en cuenta de la moneda desconocida que tiré hace un rato. Cuando parece haber llegado al límite, mi angustia logra multiplicarse, potenciarse hacia el infinito.
Entonces, un golpe seco atraviesa mi corazón. Es una sensación desconocida, electrificante.
El viejo sigue hablando. Sus labios resecos y grises se mueven con fuerza, sin embargo, el sonido parece desvanecerse. Los olores van borrándose. La electricidad recorre mis entrañas.
-¡Vamos, Vicky! No te vayas, que ya te tenemos…-oigo otra voz, dulce, aunque angustiada.
Abro los ojos con fuerza. El olor es otro. Penetrante también, pero limpio. La luz se refleja en mesadas de acero inoxidable y recipientes. Mi cuerpo yace acostado.
Un par de ojos azules buscan los míos con ímpetu. Dos pupilas dilatadas me obligan a bajar de la barca. Como en dos planos simultáneos, desciendo de nuevo al lago, dejo al viejo que sigue rezongando y camino hacia la orilla.
-¡Eso, eso! Así… vamos chiquita…-ahora sus ojos sonríen con entusiasmo.
Vuelvo a sentir mi cuerpo. Muevo lentamente mi cuello y aparecen dos mujeres de blanco que afanosamente van y vienen entre jeringas, sondas y tanques de oxígeno.
-¿El viejo? –digo.
Sorprendida, vuelvo a oír mi voz. El terror permanece.
-¿Tu papá…? Afuera, esperando, estuvo toda la noche… –me contesta el médico, con la tranquilidad dibujándose en su mirada.
La voz reproduce la escena. Los planes para el transplante. Los posibles riesgos anticipados, las precauciones y la seguridad de que se haría lo imposible.
Aliviada, escucho los rebotes de mi corazón viajar por cada rinconcito de mi ser.

30.7.07

Relato de aeropuertos: ¿Dónde está la salida de emergencia?


¿Dónde está la salida de emergencia?


Juana Flores


La cola para embarcar fue una pesadilla. Cerca de una hora a paso de tortuga con un hombre inmenso atrás, que no solo carecía de la noción de “distancia mínima” para con un desconocido – en este caso yo – sino que además, hablaba al aire.
Al primer “hola” al oído, salté asustada como un resorte, mientras me daba vuelta para ver qué quería. Pero no; no era conmigo.
El tipo, con la mirada perdida más allá de los ventanales del aeropuerto, gesticulaba revoleando la mano libre en el aire. Pensé que en cualquier momento iba a ligarme un cachetazo de rebote e intenté apretarme contra la señora de adelante; fue peor, porque él también se adelantó, dejándome con poco aire y sin escapatoria.
Flaco, de nariz puntiaguda y ojos pequeñitos, pero grande; un esqueleto gigante adentro de una gabardina beige.
Al principio traté de tomármelo con humor interior. Pensé que sería un hombre de negocios e hice un cuadro veloz de su vida cotidiana en mi mente. Luego, pasé a observarlo en forma entre curiosa y fastidiada pero sobre todo apuntando directamente a sus ojos, con todas las esperanzas puestas en intimidarlo. Imposible; ni se inmutó. Mi mirada inquisidora tuvo cero efecto. Seguía ñeque ñeque, presionando una y otra vez su celular mínimo con el pulgar, como si estuviera haciendo zapping, solo, en el living de su casa.
Los auriculares eran casi invisibles. De hecho, me llevó algo de tiempo descartar la hipótesis del delirio y el panorama que se abría, entonces, dentro de un avioncito con este sujeto adentro.
Encima, no estaba solo. Lo acompañaba una mujer de tapado de piel, que iba y venía alcanzándole papeles para firmar, le recordaba con señas argumentos que el flaco estaría olvidando mencionar y que seguramente eran cruciales en el diálogo que estaba manteniendo, y sobre todo aprobaba. Aprobaba y festejaba con muecas. Una escena terrible.
Al rato me di cuenta de que el resto de las personas de la cola también pasaron de un fisgoneo veloz a verdaderos gestos reprobatorios sin tapujos.
El colmo fue cuando llegamos al interrogatorio del personal de tierra de American. Además de tener que tolerar reiteradas preguntas acerca de mi equipaje, de permitirles esparcir polvo pimienta por mi computadora y regalarles mi shampoo porque con esa cantidad de mililitros era posible fabricar una bomba e inmolarme en el aire en el trayecto de 20 minutos hasta Buenos Aires, había que seguirle el ritmo al monstruito este de al lado.
La chica de las preguntas - mezcla de agente secreto y muñeca inflable - se afanaba obsesivamente en mantener el protocolo, mientras él, al mismo tiempo, sostenía una discusión con una empresa de alarmas, en la que alzó realmente el volumen de su voz, les tomó el pelo, burlándose del pobre desgraciado que estaba del otro lado del tubo, de una forma que no hacía más que dejarlo en ridículo y crispar los nervios del resto de la fila. Él miraba a la multitud socarronamente, enfrascado, supongo, en el asunto de la alarma, y el resto, lo miraba con cara de espanto, escuchando la quinta llamada de embarque, pensando que lo único que les faltaba era perderse el vuelo por un imbécil.
Cuando finalmente obtuve mi tarjeta de embarque, salí corriendo como una loca y no paré hasta llegar al asiento del avión. Lentamente se me fue calmando el acelere cardíaco con el que venía, mientras meditaba si aquello había sido una prueba del universo o qué.
En eso veo entrar, algo encorvado, al buen hombre. Era más bien una nariz y una gabardina acercándose por el corredor. Me saludó atento y se sentó a mi lado.

20.6.07

Texto seleccionado de junio: CATHI



Cathi

Lea Bliman


Me acuerdo de los últimos días que la abuela pasó en el sanatorio.

Una tarde fui a quedarme con ella. Entregue la cédula en la recepción y caminé por el corredor largo que me llevaba hasta su cuarto. Antes de entrar, respiré hondo como para tomar coraje y empujé la puerta tratando de no hacer ruido.

La abuela estaba tendida en la cama con los ojos cerrados pero abiertos. Si uno la miraba detenidamente, veía debajo de los párpados una delgada línea de luz, una rendijita; como si quisiera dormir sin perderse nada de lo que sucedía afuera.

En el cuarto vacío lo único que se escuchaba era su respiración. Sonaba como un fuelle cansado, como una queja que salía de a bocanadas, cada pocos segundos. Caminé en puntitas de pie y me quedé parada junto a la cama mirándola. Así estuvimos un largo rato las dos muy quietas sin pronunciar palabra.

De pronto irrumpieron en el cuarto un par de enfermeras en medio de un gran escándalo. Empujaban un carro metálico con olor a hipoclorito. Hablaban entre ellas de una fiesta y una le relataba a la otra el inventario de todo lo que se había engullido; hasta el relleno de atún de los sándwiches. Yo las miraba y sentía que me faltaba el aire. Ellas iban y venían con una energía y una brusquedad que lastimaba aquel espacio silencioso.

- Vamos a higienizar a Cathi -dijeron al pasar. Y como si limpiar a la abuela fuera lo mismo que limpiar un baño, sacaron la sábana con un gesto violento y levantaron la túnica blanca que la cubría: debajo de la túnica apareció el vientre de la abuela hinchado por la voracidad del cangrejo.

La fregaron con una toalla húmeda sin mirarla, siempre hablando entre ellas. Primero le pasaron la toalla por la vagina blanca y mustia. Volvieron a humedecer el paño en una palangana y siguieron por las piernas. Por suerte la abuela en ese momento estaba muy lejos de la habitación, en otro espacio y en otro tiempo. Difícil de saber a dónde la transportaban esos viajes de morfina que le suministraban cada cinco horas.

Una noche se tapó la cabeza con las sábanas mientras gritaba aterrada, que en las paredes había pulpos que movían los brazos y la amenazaban. Hubo muchas pesadillas durante esas semanas pero creo que todos los infiernos eran más tolerables que el dolor que la hacía retorcerse cuando el efecto de la droga desaparecía.

Pero ahora la abuela estaba plácida, la boca entreabierta con una sonrisa descansada y un hilito de saliva que dejaba su huella y llegaba a la almohada.

Las mujeres pasaban el trapo mojado por las piernas surcadas de várices; levantaban las piernas y las dejaban caer como si fueran cuerpos muertos. Yo trataba de mirar sólo el rostro de la abuela y quedarme con su mueca de sonrisa pero los ojos se me iban al vientre hinchado.

“Está toda tomada”, fue lo que dijo el médico para hablar del monstruo.

No se atrevió a nombrarlo.

Relato de brújulas: Viaje de ida


Viaje de ida


Vesna Kostelich


Con menos pena que gloria, dejamos atrás la puerta giratoria del Bedford Hotel. Las maletas ya están en el baúl. Elisa sube primero y se corre hacia la derecha para hacerme lugar.

El taxista parece recién llegado de Nueva Delhi. Tiene el pelo rapado y canoso y un bigote delgado como un guión sobre los labios.

-Al aeropuerto, por favor- digo impostando un inglés y unas ínfulas que me quedan grandes.

-¿Al Kennedy?- pregunta Gandhi con sus ojos aceituna clavados en los míos desde el espejo retrovisor. Yo asiento con un ajá de diva y echo la cabeza hacia atrás, hasta hacer tronar las articulaciones de la nuca.

La conferencia terminó ayer y viajamos para unas vacaciones que empiezan en París y no sé dónde terminan. Todavía no puedo creer que voy a tener a Europa debajo de la suela de los zapatos. Sin embargo, actúo como si cruzar el océano fuera un trámite de rutina. Lo de siempre; por temor a los nervios y al ridículo, me hago la entendida y me pierdo la emoción del estreno.

A mi lado, con los lentes redondos sobre la falda y el palito de la máscara para pestañas en la mano derecha, Elisa trata de consumar el maquillaje inconcluso sin perder la vista en el intento. Me gusta viajar con ella. Tenemos el mismo malhumor introvertido por la mañana y nos respetamos solidariamente las manías de la convivencia.

Un poco hundida en los asientos de cuero blanco, me acomodo a la modorra del trayecto. Las personas conducen enfrascadas en sus pensamientos, tal vez escuchando la radio, pensando en el tedio del día o soñando con la Mona Lisa, como yo.

El cielo blanco me lastima la retina. Tengo que cerrar los ojos.

Recién reflexiono la pregunta del taxista media hora más tarde, en medio del intestino de tracto lento de la autopista. Saco mi boleto de la cartera y leo la hora de embarque y el nombre del aeropuerto. La duda me ablanda las mandíbulas. Me incorporo. Elisa me mira sin entender, con los ojos desmedidos tras los lentes.

Le tiro el pasaje a la vez que me inclino sobre el asiento delantero y pregunto con voz de chifle:

-Disculpe, ¿hay otro aeropuerto en Nueva York, además del Kennedy?

Me da dolor de estómago. Elisa no puede parar de reír.

Este es sólo el primero de la exagerada lista de vuelos perdidos de mi vida.


Relato de México: El mercado de San Bartolo


El mercado de San Bartolo


Ana Arjona

Domingo al fin. El mercado me está llamando a su fiesta.

Con el dinero en mi bolsita oaxaqueña y el mejor humor del mundo, me lanzo a su encuentro. La casa de altos permite divisar la feria como un cuerpo vivo; un río entelado, que baja o sube, según se mire, emparchado de toldos rosas, verdes y azules; un cauce torcido, arrevesado, angosto, que late en la calle San Diego esquina con Sol, en el que estoy ansiosa de sumergirme.

El aire húmedo y claro de la montaña entra en mis pulmones y se queda ahí, riendo, mientras una espesura de aromas y rumores pugna por llegar.

Bajo los escalones ásperos de piedra volcánica; atravieso el patio salpicado de deposiciones y plumas de palomas de las viejas palmeras; llego al gran portón de madera con marcos de hierro azul Francia; quito la tranca y cede con una fanfarria de trompetas. Gira moroso sobre los enormes goznes. Salgo y se cierra detrás con estruendosa salva de aplausos.

Allí está. Doy apenas dos pasos, y lo alcanzo. Entro en el túnel caliente y palpitante del tianguis.

La gente va y viene lenta, casi tocándose.

-Con permisito...

Tomo mi puesto en el río que sube. Otro río baja. San Diego es de pura piedra y muy escarpada. Apenas queda espacio para que esta marea pueda fluir.

Pie con pie ando, detrás del chongo apretado de la señora que envuelta en su rebozo azul con rayitas grises, lleva un niño gordito de la mano.

Voy mirando todo, a izquierda y a derecha.

Sobre mi cabeza un cielo de colores que el sol aviva con locura va de pared a pared. Todo lo que está por debajo murmura. La feria es un universo ronroneante.

Siento el calor de la doña, su transpiración de vieja, la voz aguda del niño pidiendo algo. Se detienen, avanzan, y yo pegada a ellos, chocándome cada vez, contra el sombrero blanco de ala ancha del chaparrito.

-Diga marchantita, ¿qué le ofrezco?

Una avalancha de verduras me asalta: desparramadas acelgas; lechugas encrespadas; pilas extensas de lustrosos jitomates; polvorientas jícamas; zanahorias rojas, amenazantes; promiscuos atados de cebollines; agudísimas betabeles; gustosos pepinos; cebollas blancas y moradas, quitándose sus enaguas de papel de seda, mientras otras, partidas ya al medio, casi derrotadas, se desquitan irritándome los ojos. La nariz comienza a gotear, el estómago a pedir cancha. Toco al pasar la piel dura y rugosa de los aguacates violáceos, enseguida la suavidad de los verdebrillantes. Algunos están a punto y despiden el olor untuoso que me excita. El vendedor me mira molesto y protesta:

-Pos ¿lo anda llevando o nomás tocando?

Yo ya estoy perdida en el puesto siguiente, donde en bellas canastas de paja
la voz oscura del cilantro, la salvia refrescante, el orégano invasor, el epazote, las ácidas vainas de tamarindo y el picor del tomillo, hacen el bajo fondo de marimba a los distintos chiles. Morados, rojos, verdes, amarillos, abotagados, torcidos, arrugados, brillantes, frescos o secos, guardan en apenas unos centímetros, la maravilla de la cocina mexicana. Son picosos, afrutados, sabrosos. Tiñen el lugar donde moran. Misteriosos y afrodisíacos, son todo lo que uno quiere que sean. Se desparraman y me gritan obscenidades para que los lleve a la casa. Me río, me tropiezo con algo y abajo, a ras de la calle, una anciana me está mirando y se sonríe también. Está en cuclillas y cuida las pilas de tomate verde, los nopalitos en forma de abanico, los rábanos coloridos, las ramitas de apio. Hace montoncitos. Ofrece.

-¡A diez, todo a diez!

Me niego con los ojos. Ella entiende. No pierde su bonhomía.

-Elotes, nuevecitos...mire güerita, mire que preciosura-y uno no sabe si están de galanes o de vendedores. Los elotes también sonríen.

Con escaparate y todo, el siguiente puesto muestra los quesos que regalan sus olores a troche y moche. Los vendedores están prolijamente vestidos de blanco y llevan paliacates en la cabeza, como acentuando la imposible asepsia.

-Hoy el panela es de primera -oigo decir, pero a mi me enloquece el oaxaca. Esa bola de queso fibroso, salado, maravilloso, que se desenreda como madeja y es el número uno en las quesadillas. Mmm. No más pensar en ellas y me topo con el repiqueteo del aceite en el sartén chato que parece un tambor. La señora gorda y risueña, con las trenzas apretadas de tan pulcras, y el delantal de voladitos, está armando las tortillas a la orilla del comal. Vuelan las manos palmoteando la masa, que gustosa se deja sobar por tanta antigua experiencia.

-Quesadillitas, gorditas, tortillitas, tostaditas, taquitos... -canta casi, y sus diminutivos son tan cariñosos que de sólo escucharla se me hace agua la boca. Ahora sí empieza la compra.

-¿De maíz blanco o negro? -pregunta.

Estoy en el punto más alto de la feria.

Vuelvo a tomar contacto con el pueblo. Frenan taxis, chillan los niños, los perros se persiguen, vuelan las campanas, se escuchan los pájaros, suenan las sierras.

Miro hacia atrás y la calle es como un pequeño barranco, un precipicio civilizado que recorreré casi sin darme cuenta, afirmada en las caderas y espaldas de los otros, en la proximidad de su calor humano.

Me quedo parada el rato suficiente para saborear, mordisqueando lentamente, el incomparable gusto de la quesadilla verde oscura.

La boca se pone espesa y se llena de pasión. La lengua se desenvuelve a gusto.

Hay gritos y bufidos. Debo volver a la marea para que siga su curso.

Arranco hacia abajo. La dulzura vuelve almibarado el aire. Una montaña de naranjas perfectas como soles gotea desde su media muestra herida; las piñas dejan huir la miel de entre sus afiladas púas, y las papayas, abiertas como estrellas, muestran impúdicas su interioridad de negras y húmedas pepitas. El trópico desenreda su esplendor en espesos mameyes, planetarias toronjas, cerezas ruborosas, melones aromados, jugosas uvas, plátanos como enormes paréntesis, frescas guayabas, mangos de fibra exuberante, exóticas manzanas, austeras limas, platanitos mínimos. Me penetra su coro de sabores y olores. Desafinan y afiatan, me gritan y modulan. Elijo de estas, estas, estas. La bolsa se dilata, se empacha, se embaraza de frutos.

Bajo lenta, agobiadamente perfumada.

-Fajitas, cecina, carne de res, de puerco, de pollo...

Ahora no quiero saber nada del carnívoro olor que se adueña del aire y del machacón golpe de las cuchillas sobre las blandas tablas de madera.

Vendré más tarde, pienso.

Con el rabillo del ojo, alcanzo a enamorarme de los cazos de barro cocido y pintado, que una muchachita oscura apila con descuido, sordamente.


17.5.07

Texto seleccionado de mayo: DAMIEL Y LA TRAPECISTA





Damiel y la trapecista

Vesna Kostelich


Crecerán alas nuevas
en lugar de las viejas alas.
Der Himmel über Berlin


La descubrí en la penumbra, sentada al final de la barra del bar (no fue como la primera vez, cuando ella volaba en el trapecio; entonces creí que era un ángel). Ahora estaba sola, sin aparejos ni disfraces y no parecía esperar a nadie. Miraba sin ver hacia un lugar remoto detrás de los espejos.

Azul de luz negra, la melena caía hacia un costado en la misma dirección que la mueca de su rostro. El lugar estaba lleno; algunos chocaban con su cuerpo como con un obstáculo. Pero aquella mujer no se molestaba, se dejaba sacudir blanda y quieta como una muñeca de trapo.

Me pareció más triste que todas las mujeres tristes que había visto en la historia de la humanidad. Pero ya no podía oír sus pensamientos como antes. Parado a sus espaldas, cerré los ojos y escuché el lenguaje de su aroma. Me dije que daría la eternidad por comprender ese idioma ácido y primitivo.

Sin atreverme a tocarla, me asomé por encima de su hombro.

Ella hacía girar el líquido en el vaso. Y yo, que fui testigo de la explosión de vida en los océanos, que conocí el enigma de las profundidades, sentí que podía ahogarme en la marea ínfima de aquel cristal.

Sabía su nombre y su biografía, había visto uno por uno los fotogramas de sus recuerdos; registraba el número de sus cabellos y la geografía oculta de los lunares de su piel. Sin embargo, todo en ella era un misterio.

Mis pensamientos flotaban en silencio y se perdían en serpentinas hacia ninguna parte. ¿Cómo decirle que había dado el mayor salto mortal que un ángel puede dar?

Al mismo tiempo supe que me faltarían las palabras y que a veces no son necesarias. Fue cuando en el espejo nuestras miradas se encontraron.

Me quedé pegado a su espalda. Ella recostó su cabeza en el hueco de mi cuello.

Pasó un instante. O el infinito, no lo sé.

Jamás, hasta ese momento, había tenido miedo de morir.