9.4.08

Un taller literario diferente



Ahora sí: ¡arrancaron los talleres de motivación literaria de este año! Esta semana cada grupo ha inaugurado su espacio, hemos charlado sobre los criterios de funcionamiento para ir creando una comunidad en la que prime la confianza entre sus integrantes, y también empezado a traer sobre la mesa algunos temas que seguramente retomaremos a lo largo de este año. Usamos el clásico levreriano "Bajo la lluvia, un hombre con un paraguas se acercó..." para hacer un ejercicio breve, distentido e inaugurar la pluma en conjunto, si bien por ser el primer día la lectura fue sin comentario. Es curioso que el año pasado empezamos el taller de los jueves con este mismo disparador, y prácticamente llovió durante el resto de los encuentros! Les dije a los participantes que estaba emprendiendo un (muy científico, claro) experimento meteorológico, que si este año sucede algo similar prometo llevarlo a alguna institución digna de estudiar semejante invocación infalible al dios Tlaloc. Recuerdo ahora a aquel presidente municipal de Zacatecas que, desesperado por la sequía durante años (vacas muertas, cosechas perdidas) y habiéndolo intentado todo, todo, decidió exponerse al escarnio público y contrató un chamán para que hiciera llover en sus tierras.

Llovió.

Después al chamán lo contrataron de otras ciudades ¿qué iban a hacer? Muchas veces, en México el gobierno ha tenido que declarar zona de desastre a la mitad del país por sequía, en simultáneo con zona de desastre a la otra, por inundación. Un país intenso, de eso no hay duda. En Uruguay la naturaleza y las fuerzas divinas pasan desapercibidas, salvo por el mal clima. Son asuntos humanos -como querer llevar toda la basura acumulada en las casas y tirarla en la puerta de ADEOM- lo que entretiene nuestros calendarios.

Pero, claro, lo que es solución en un lugar no siempre se aplica a otro. También en el DF contrataron a Giuliani para combatir la delincuencia, en vistas a su éxito en NYC. Le pagaron millonadas, pero hasta la delincuencia resulta más ordenada, predecible y bien portada en el Primer Mundo que en Latinoamérica. El pobre se fue cual chamán excomulgado (pero con las arcas llenas, claro).

Una integrante del taller de la tarde señaló atinadamente que este disparador de los paraguas está publicado en la web de Letras Virtuales con varios textos, incluso algunos míos, y es verdad! No lo recordaba. Tengo tres "Historias de la lluvia" en el libro El mar de Leonardi y otras humedades, las tres producto de esta consigna levreriana hace un siglo y medio, y la verdad es que no disimulan para nada su origen pues el disparador está integrado en el texto de una de ellas (un disparate: es preciso "maquillar" si se usa la consigna de un taller). Son jugueteos minimalistas, con traducción al inglés y todo. También hay varios fragmentos seleccionados de las primeras generaciones del taller virtual que llevamos adelante con Levrero desde 2001: "Los mejores paraguas del taller". Desde luego, a lo largo de los años llegaron muchos, muchos más que merecerían estar allí quizás con mayor derecho, pero estos tienen un valor afectivo, podría decirse. Es hermoso ver la diversidad de estilos de la gente, lo que cada imaginación puede encontrar, los señores con paraguas que transitan en nuestras calles secretas. Eso ya se empezó a ver el lunes y el martes en los tres grupos donde estuvimos lloviznando...

Como parte de "Los mejores paraguas del taller", también seleccioné un texto de Levrero sobre paraguas, así todos teníamos presencia en esa metáfora lluviosa.

Pues bienvenidos sean, integrantes 2008! Empieza un nuevo viaje, distinto, como todos. Como hasta mediados de año no tendremos "simposios" (esos encuentros de selección, reescritura, evaluación en profundidad y corrección de textos producidos durante el mes, que son los que alimentan esta Bitácora), los visitantes y habitués tendrán que esperar un poco más para leer nuevos relatos. De todos modos, hay muchos y de muy buena calidad de nuestro trabajo del año pasado; seguramente tendrán para entretenerse en el archivo, además de que seguiremos publicando algunas noticias. Durante esta primera mitad del año, en el taller priorizamos la motivación para la escritura creativa, el desbloqueo, el contacto con diversos estímulos literarios; después, ya más firmes, podremos darnos el gusto (o tomar el riesgo, según) de concederle un silla al Crítico/Corrector durante uno de los cuatro encuentros que tenemos cada mes. Pero no más, no vaya a ser que se nos convierta en un convidado de piedra que después causa intimidantes páginas en blanco y espontaneidad castrada con sus ojos pétreos de Medusa.


Ver más:

Los mejores paraguas del taller
(seleccionar del menú EL TALLER)

El mar de Leonardi y otras humedades, de Gabriela Onetto

14.3.08

Comienzan los talleres 2008!!!



Este año un poco más tarde (entre Carnaval y Semana Santa los talleres de historia personal también se atrasaron, desplazando todo el cronograma), empieza el taller de motivación literaria "permanente" de Gabriela Onetto, que seguirá hasta mediados de diciembre. Tendremos dos grupos, los lunes de 20 a 22 hrs y los martes de 19 a 21. La mayor parte de las integrantes del ex "taller de los jueves" seguirá trabajando en un segundo nivel centrado en los proyectos narrativos individuales, así que casi todos los nuevos participantes serán de nuevo ingreso en esta propuesta. Eso facilita la decisión de quienes no se atreven a incursionar en un taller presencial por temor a no dar con el nivel de quienes tienen más experiencia en el asunto: aún los escritores con trayectoria o con asistencia regular a otros talleres literarios son, en cierto modo, "principiantes" cuando se acercan a este enfoque menos convencional. Hay que animarse y abrirse a esta propuesta, que iremos introduciendo en forma gradual. Por supuesto, también es posible integrarse en cualquier otro momento del año.

Los talleres empiezan el 7 y 8 de abril respectivamente y estamos inscribiendo (de hecho, quedan muy pocos lugares). Más informes en talleres@onetto.net


Esta bitácora no empezará a funcionar como tal hasta mediados de año, cuando los alumnos estén más sueltos en la producción de textos "sin censura del Crítico Interior", como para poder bancarse una corrección y evaluación a fondo durante nuestros ya legendarios simposios mensuales. Pero seguiremos publicando noticias e información de interés (además de que hay muchos relatos excelentes de la producción 2007 para seguir leyendo, varios de ellos premiados en concursos).

Empezamos la travesía anual...
Escribir es explorar el laberinto
, como bien dice nuestra web.

7.12.07

Texto seleccionado de noviembre (taller jueves): COSECHANDO MORRONES



Cosechando morrones

Ana Arjona


Me desperté angustiada, al igual que en los últimos meses.
No quería abrir los ojos, como si por esa mera voluntad pudiese volver a caer blandamente en el sueño. Pero la vigilia, despiadada, no me dejaba volver atrás.

A medida que la lucidez avanzaba, la pena era una marejada alta que iba y venía, una muralla de lágrimas en la que me ahogaba sin remedio. Cuando llegó a algún lugar cerca del corazón- tal vez al plexo solar- encalló, mansa, clavándose y doliendo.
“Pobrecita, pobrecita”- repetí en oleadas de angustia oscura.
Respiré profundo y busqué fuerzas de algún lado, de algún espacio sano de mi alma, para poder levantarme. Pero no acudían prestas, demoraban. Tuve que hacer esfuerzos grandes, sobreponerme al desánimo, pelear con uñas y dientes para no perder los pocos trozos de voluntad que encontraba dispersos dentro de mí. Ella rondaba, adherida de melancolía y desesperanza.

“Tengo que cosechar morrones”. Me tiré de la cama y me metí a la ducha.
Afuera caía una lluvia fina. Los pájaros, indiferentes, charloteaban. La mañana no lograba descorrer sus velos, como si se le hubiera atascado un único telón gris e impenetrable. La fronda oscura de la magnolia parecía empujar hacia arriba sus flores que abiertas en el aire como blancos veleros navegaban sobre ella.
Quise ser una flor.

“¡Que me lave el agua!, ¡que me lave!, aunque más no sea el cuerpo.”
Después me sequé y me vestí con la ropa descuajeringada de trabajo: el pantalón de jogging gris, manchado de pintura y herrumbre, fino de tanto uso, la camiseta azul de mangas largas, las medias gruesas de tela esponja.
Pasé por la cocina aún en penumbras y me serví un vaso de agua tan triste como el día.
En la despensa me calcé las botas de goma y descolgué la campera de lluvia. Tomé la bolsa de las herramientas, la coloqué al hombro en un movimiento impensado, rutinario, y salí al campo.
En el aire mojado viajaban corpúsculos de polen y polvo. Un espeso aroma a tierra envolvía las casas. Las hojas que el viento había tirado en la noche yacían como pequeñas islas sobre el pasto.

Anduve los sesenta metros por el camino del oeste que bordea las construcciones viejas y la cava. Las piernas me pesaban como el alma. Los arces sacarinos, en fila, apenas manchaban el piso con sus pequeñas sombras. El viento marrón les removía las cabelleras.
Una bandada de palomas se alzó desde las desportilladas ventanas y dejó sus gritos alocados colgados en los árboles. Los perros, que me seguían el paso, se les abalanzaron, pero quedaron con las fauces golpeando en el vacío.

Detrás del galpón, contra el cielo de plomo, el invernáculo era una gran iglesia verde; una enorme nave sobre el campo, armada con ciento diecisiete postes de madera, unidos por tijeras y soleras también de madera, como esos pasatiempos en los que hay que juntar los puntos para descubrir el dibujo. Envuelto en nylon transparente de gruesos micrones, solía levantar tanta temperatura que a las nueve ya no se podía estar en él, a pesar de su altura y de la cantidad de cortinas que se abrían para ventilarlo.
Esa mañana una luz fría lo iluminaba.
Sobre los cuarenta y ocho surcos de treinta y dos metros de largo, otras tantas paredes vivas elevaban sus tallos, zarcillos, hojas y frutos, enredándose en las estructuras de alambre.
Despedí a los perros y me lancé a su interior.
Un murmullo vegetal sacudió la gran construcción. Acerqué cajones vacíos a las puntas de las hileras y me sumergí, podadora en mano, en busca de soles verdes y rojos que cosechar.

Texto seleccionado de noviembre (taller miércoles): LA TRAICIÓN



La traición



Patricia Ferreira

Hace unos minutos él lloraba desconsoladamente, con furia.
Nació hace apenas unos meses, pero le hace saber a este mundo al que lo han traído, que está aquí y que llegó para ser escuchado aunque más no sea con las únicas armas de que hoy dispone: sus gritos y su llanto. El hambre es asunto serio para él y para todos los de esta especie humana a la que pertenece.
Igualmente él sabe, confía, porque en tan corto tiempo, su experiencia de bebé le ha enseñado que hay un ser que siempre lo escucha y lo calma.
Lo levanto de su cuna y no puedo evitar que se me arrugue el corazón al ver su carita enrojecida y empapada de lágrimas, al escuchar esos sollozos que le convulsionan el cuerpo. Enojado, agita en el aire sus piernas y sus brazos con las manitos cerradas cual puños ya prontos para pelear contra este mundo hostil.
Por más que ya está en mis brazos y se da cuenta, no puede dejar de llorar de golpe e intercala pequeños gemidos con nuevos pucheros y exhalaciones.
Sé que identifica mi perfume al mismo tiempo que yo reconozco su maravilloso aroma de bebé. Mantiene los ojos cerrados, hinchados de tanto llanto y abre la boca buscando desesperadamente mi pecho. Cuando lo acerco a él y lo encuentra, suspira y empieza a succionar el dulce alimento, que cual la droga más potente que pueda existir, lo tranquiliza y le devuelve la confianza por momentos perdida.
A veces duele. El útero suele contraerse con la primera succión en una misteriosa conexión, que como un látigo, va desde el pecho al centro de mi vientre. Me recuerda con tristeza que ese ser especial ya no habita dentro de mí.
Pero el dolor pasa y vuelvo a maravillarme por su existencia.
Él, agradecido, habla conmigo en silencio. Abre sus ojitos todavía claros y vidriosos por las lágrimas, me mira y los vuelve a cerrar complacido. Me hace saber que me conoce y establece contacto conmigo mientras apoya su mano en mi pecho y la cierra cada tanto con fuerza, casi pellizcando con sus diminutas uñas. Son sus primeros intentos de supervivencia y se aferra a la fuente del néctar sagrado.
Mientras toma, mi dedo índice repasa con suavidad su rostro, sus cejas, su nariz para mí perfecta, su pelo finito. No quiero distraerlo pero es tan hermoso lo que me provoca, que es imposible no acariciarlo. Son esos momentos en que el amor se siente a través de las yemas de los dedos.
Las lágrimas todavía le corren por el cuello y le mojan la batita celeste que le tejió la abuela. Le saco un escarpín y aprovecho su distracción para contar nuevamente sus cinco deditos y envolver su pie tibio con mi mano mientras le digo que lo amo.
Toma con mucha avidez. Necesita una pausa y me suelta; quiere seguir y no puede; no lo entiende y se enoja. Lo enderezo y lo apoyo sobre mi hombro y le doy golpecitos en la espalda mientras camino aún con mi pecho desnudo.
Se alivia emitiendo esos sonidos terribles, que no parecen salir de un ser tan pequeño y que son capaces de levantar los techos y asombrar a cualquiera. Tira un poco de lo que le sobra. Lo limpio y parece decirme enseguida que ya está pronto para que continuemos. Que no hace falta esperar más. Que te apures, mamá.
Lo pongo en el otro pecho y sigue tomando esta vez más tranquilo, paciente. La calma parece haberse instalado definitivamente entre nosotros, y él se ha rendido en esta batalla para que disfrutemos de la tregua. Se adormece y me suelta. Le hago cosquillas en la pera y vuelve a aferrarse del pezón y toma un poco más. Se duerme de nuevo. Lo dejo quedarse así, con esa expresión de satisfacción en el rostro.
Es inexplicable la fascinación que me produce el instante. Me siento hacedora de milagros, participante sin querer del proceso de la creación, como si el momento se salpicara de brillantes gotitas mágicas, que lo vuelven único e irrepetible.
Sin embargo, yo tampoco he dejado de llorar desde que me desperté a la mañana. Este sentimiento se me adhiere dentro y me aprieta el alma hasta casi no dejarla respirar.
-Hoy es un día triste, el primero de los que en la vida nos tocará vivir, hijo- le digo.
Hoy voy a traicionarlo y me siento el ser más despreciable que existe.
Ajeno a mis pensamientos, él ya duerme plácidamente. Levanto su bracito, lo suelto y lo deja caer exhausto. Lo llevo despacio hasta su cuna y lo acuesto con cuidado para que no se despierte y respire bien. Es temprano pero ya hace un poco de calor. Le tapo las piernas con una sábana blanca que tiene una guarda con ositos bordados.
La brisa suave de la mañana que entra por la ventana semiabierta mueve la cortina, dejando entrar un poco de sol. A través del prisma de un juguete que cuelga del tul de su cuna, la luz blanca se descompone en infinitos arco iris que giran por el piso y las paredes. Lo beso suavecito, apenas rozando su cabeza con mis labios.
Lo miro; no puedo dejar de observarlo, así que aprovecho al máximo el tiempo y sin quitar mis ojos de su tierna imagen, camino hacia atrás hasta llegar a la puerta del dormitorio. La arrimo y me dirijo a la cocina.
Mi madre acaba de llegar. Me saluda como si no pasara nada y me habla de temas sin importancia. Ella sabe. Es que hoy vuelvo al trabajo y por primera vez, no voy a estar al lado de mi bebé cuando se despierte.
Tomo el odioso envase de plástico y lo vuelvo a lavar por enésima vez. Le pongo hasta la mitad la leche que herví tres veces con un poquito de azúcar y la diluyo con agua también hervida.
Antes de taparlo, le echo tres gotitas de limón.
Entonces rompo a llorar desconsoladamente, como llora mi bebé cuando siente hambre.
Mi madre no sabe qué hacer, pero obedeciendo al instinto que decenas de generaciones de mujeres le han estampado en sus genes, me abraza fuerte y me dice bajito palabras muy dulces, de esas que arrullan casi como si fueran un canto ancestral.

Relato de amigas: La ida

La ida

Machi

Tenemos que ir a verla, dice I. Yo la miro moviendo la cabeza. Pienso que no vale la pena decir lo mucho que me mortifica la situación. Me corren las lágrimas cuando apago la luz y se aparece su cara sin que yo la llame. Tengo que ir, tengo que ir, parece un eco mi voz. Siento que el esfuerzo de enfrentarme a esa situación es tan grande como si me obligaran a subir una montaña.
Tuve un sueño extraño esta semana. Caminaba por un sendero empinado, angosto y pedregoso. Subía ayudada por un tronco fino que tiñó la mano de negro y la volvió pegajosa. Llevaba un pañuelo blanco en la cabeza y era anciana. Al llegar a la cima entré a una especie de fortaleza, allí me rejuvenecía. Se acercaba un hombre de mediana edad. Me tomaba de las dos manos y yo lo permitía con una tranquilidad y una entrega sorprendente. Al hacerlo todo su cuerpo temblaba y la cara se transformó en un globo gigante a punto de estallar, los ojos se le pusieron saltones y se lo veía sufriente. Yo lo miraba fijo, enfrentando aquel dolor y en ese preciso instante sentía como me despegaba de mi cuerpo viajando por el tiempo y el espacio. Mi energía iba y venía, traviesa y feliz, por todos los lugares que me gustan. Al regresar el hombre me abrazó y dijo que estoy curada, que puedo descender y así lo hice.
Queda poco tiempo pero me niego a verla así. Busco en la biblioteca los libros que me trajo de México y los que le robé : Neruda y el cancionero de la Guerra Civil Española .
Acaricio el escarabajo que me regaló cuando fue a Egipto. Le saco el polvo y paso mi dedo como si se pudiera despintar, a la máscara del Carnaval de Nueva Orleáns que tanto disfrutó. Abro la vasija de porcelana azul pintada tan delicadamente por manos griegas y respiro el aroma del aceite que guarda, hamaco en la palma de mi mano la nuez del huerto de sus antepasados sicilianos. El platito de cerámica de Fes ocupa un lugar preponderante, es que ese viaje a Marruecos fue especial . Me parece verla con sus largas uñas rojas, el cigarrillo en la mano derecha, centro absoluto, contando sus aventuras. París, San Petesburgo, Vietnam, España, el mundo entero saboreó. Nada le gustaba tanto como viajar.
Ya sé que debo ir. Me niego a darle un beso y no sentir sus exquisitos perfumes franceses y en cambio aceptar estos aromas nuevos que la invaden: fármacos, éter, pañales descartables, alcohol, pomadas para las éscaras.
Todavía conservo alguna toalla de las que me regaló cuando tomé la decisión de mudarme sola, ella lo festejó como una adolescente . Heredé cantidad de ropa que ella había usado con gran amor. Me las ofrendó contándome deliciosos secretos de cada prenda. Y yo las acepté con alegría, sabiendo lo que significaba aquel traspaso de prendas, sabiduría pura, de compinches.
Soñé también con niños que me tocaban timbre, estaban vestidos de riguroso negro, sus caras con máscaras de la muerte. Me miraban fijo y yo sostenía la mirada, enseguida me rodeaban y no me dejaban mover. Lloraba con miedo, sentía las lágrimas saladas quemándome las mejillas y dejando una gran cicatriz, como un hueco en la tierra. Uno de los niños con voz muy aguda me ordenaba: “tenés que ir”, y el coro de los otros niños con voz grave:”debe ir” . Me despierto sollozando, empapada la almohada y digo: voy a ir.
Hasta el año pasado caminamos juntas en la Marcha del Silencio; cada Primero de Mayo nos encontró cantando el Himno . Y en el Palacio Legislativo, con quimioterapia de por medio, casi sin pelo, estuvimos paradas en un muro.
Respiro coraje, ya se acaban los tiempos. Me baño, me perfumo, me pinto. Me preparo como si de un cumpleaños se tratara. Envuelvo en papel verde la botella de vino hecha por mi hijo y que le tengo prometida. Hace calor, transpiro, me duele el estómago. Quedé en llegar a las cinco pero he dado tantas vueltas que se me hizo tarde, tomaré un taxi. Ella es tan ansiosa como yo, seguro que ya está mirando el reloj. El ojo de vidrio azul que me trajo de Turquia para conjurar los maleficios parece abrir y cerrarse con los reflejos del sol. Desistí de las flores porque ya me dijo que la hacen pensar en su velorio. Ya casi no come así que nada de tortas. Está escribiendo un libro para sus tres hijas con todas sus recetas, a mano , porque nunca se amigó con la computadora. ¿Le alcanzará el tiempo?
Cuando llego está con L. y él le acaricia la mejilla. En ese preciso instante M. abre la mano para devolverle la caricia y empiezan a llover flores sobre la cama.

6.12.07

Relato de manicomios: Mi primer libro

Mi primer libro

Cecilia Perez

El cinco de octubre de 2003 fui internada en Villa Carmen al borde de la locura.

El médico que me atendió me prohibió terminantemente las visitas.

Todos los días, a las tres de la tarde, cuando los familiares de las demás internas hacían su ingreso, mi madre me enviaba, con alguno de ellos, una caja.

Sentada en un rincón, emocionada hasta las lágrimas, abría mi botín que consistía en masitas, chocolates, revistas de moda y alguna que otra novela.

A cambio yo le enviaba por el mismo mensajero una cartita, contándole mis peripecias del día; en la posdata agregaba siempre “mami, más masitas, más chocolates y revistas, los libros los podemos ir dejando, por el momento no los uso”

Vivir en un lugar como Villa Carmen no es tarea fácil; no tardé en darme cuenta que debía elaborar estrategias de supervivencia.

Resolví entonces que las masitas irían para la gorda Nelly quien corría tras de mí gritándome palabras incoherentes al oído.

La revistas de chimentos serían para Sibila; a cambio le haría prometer que mantendría alejadas de mi a sus compañeras de cuarto, Maruja y Pocha, las cuáles se divertían pintándome el pelo con pasta de dientes.

Los libros los pondría en la mesita de luz con un marcador que iría corriendo según el transcurso de los días, con el fin de captar la atención del siquiatra y que éste pensara que la mía era una buena y culta evolución.

Enseguida puse en marcha mi plan maestro .Las bombas de chocolate y las tarteletas de frutilla silenciaron, para siempre, a la bulliciosa Nelly, quien ahora a mi paso ensayaba amplias sonrisas.

Con Sibila de compinche volví a circular con el cabello limpio.

Todo iba marchando de maravilla hasta una tarde que el siquiatra vino a verme. El doctor ni siquiera me miró, (menos aún a los libros que por él esperaban en la mesa de luz) simplemente se limitó a decir con voz áspera y amarga que debía prolongar mi estadía allí.

.

Abatida, me retiré a mi habitación, un poco antes del toque de queda.

Grande fue mi sorpresa, al encontrar una nueva compañera de cuarto. Era una señora mayor, con el cabello gris perla y los ojos desorbitados, rezaba sin parar en un tono perturbador, casi agónico.

La enfermera que en ese instante le acomodaba las sábanas me miró con aflicción y me susurró “ dicen que cuando le leen se calla”.

El tiempo transcurría lento, los rezos se volvieron gritos insoportables.

Entonces me acosté y tomé de mi mesita de luz “El retrato de Dorian Gray” que mi madre me había enviado. Comencé a leerlo en voz alta y poco a poco las plegarias fueron cesando.

La luz del alba me sorprendió terminando la novela. Fue mi primer libro; tenía 28 años.

Al día siguiente, cuando llegó mi botín, en la posdata de mi carta podía leerse “mami, seguimos igual con las masitas, los chocolates y las revistas pero agrégame muchas novelas de las que a vos te gustan.”

Los veinte días restantes me encontraron sentada, mañana y tarde, bajo el timbó devorando, uno a uno, los libros que con infinito amor mi madre había seleccionado.

Ese universo nuevo, lleno de color y aventura, me devolvió a la vida.



5.12.07

Relato de títeres: Luz de Luna Azulada


Luz de Luna Azulada


Carolina Temesio


Llegó para mi cumpleaños. Venía envuelta en un paquete casero que me entregó Infiernos Azulados con la sonrisa delatora de sus tímidas picardías. Las dos sentadas en la cama con el regalo, mirándolo. Yo sabía que sería algo especial viniendo de sus manos, lo abrí sin trámite. Me quedé alucinada con lo que encontré: un títere bellísimo, con una mirada gatuna, verde, viva, perturbadora. Los ojos estaban hechos con bolitas de vidrio que simulaban muy bien el cristalino, le daban a la pupila un mirar hondo. Venía vestida con un traje largo de terciopelo rojo. La cabellera azul abundante, hecha con muchísimas cintitas de papel crepé, se le movía en olas; al menor movimiento se le alborotaba como una marea enrulada. Tenía una luz especial, de luna, ciertamente.
“Por favor”, exclamé, “¡qué bruja más linda!”.

Infiernos me aclaró que venía con un sobre que abrí con premura y curiosidad, mientras ella se la calzaba en la mano derecha y ensayaba los primeros movimientos de su nueva vida. Nosotras conocíamos bien el significado de los muñecos que hablan delante de una mano. O de las manos que hablan detrás de un muñeco. Recordé aquella comunidad en la India, donde niños y adultos aprendían y resolvían conflictos usando títeres para comunicarse.

Nuestra historia había estado signada varias veces por aventuras que nos convertían en titiriteras de afición. Tiempo atrás, cuando Alada se iba a Canadá le llevé al aeropuerto al Pelirrojito (un personaje entrañable) para saldar un desencuentro afectivo y que la acompañara en su viaje. Era un titerito de dedo diminuto, con nariz roja de payaso, remerita verde a rayas y sonrisa algo tristona. Tenía una personalidad muy especial el Pelirrojito; cuando hablaba en retablos improvisados, rápidamente se hacía querer. Había sido regalo de mi primer novio, que a su vez le había sido regalado por alguien especial para los dos. El sabía que a mí me encantaba y me lo dio cuando decidimos alejarnos; nos unió más. El pobre Pelirrojito estaba acostumbrado a cambiar de mano en momentos difíciles, y con ese cuerpito pequeño que entraba en el dedo índice, había aprendido a decir algunas palabras; de esas que salen mejor de manos que de labios. A ese espectáculo de palabras y despedidas habíamos asistido las dos, Infiernos y yo.

Luego vivimos cosas peores y más hermosas, como cuando nos pasamos un fin de año pegando polifones y pintando animales de colores para una obra que nunca se pudo realizar. El camionero gentil que nos recogió en la ruta 1 rumbo a Colonia, ató muy mal la bolsa de títeres a la caja del camión. Qué congoja tan grande nos invadió al llegar y encontrar que los quince muñecos ya no estaban; habían volado espectacularmente por el aire. El viento les había dado vuelo a los personajes; sin saber cómo ni cuándo, les había conferido vida y destino. Quedó un solo títere de ese titericidio, una jirafa con lunares verdes y nariz redonda que habíamos apodado Girasol, y que fue rebautizada como el Sobreviviente. Lo había sacado de la bolsa para aprovechar el viaje y ensayar una parte de la obra en el camino. Resultó que el Sobreviviente tuvo que inventar para los niños de Carmelo otra obra basada en el infortunio de su vida real. Terminó haciendo apología de orfandad y contando la historia de sus compañeros volados en la ruta.

Todo eso tenía que ver con nuestra historia común de inventarle vidas a personajes de tela, polifon o papel maché. Y ahora salía a escena alguien mas.

Luz de Luna saltó de su mano a la mía, y la vistió de inmediato. Empezó a revolotear por el aire y a repetir hechizos incongruentes, como si la hubieran tenido amarrada en el paquete, o amordazada por décadas. Con sus guantecitos de raso blanco me quitó la carta que yo sostenía en la otra mano. Me aclaré la garganta, buscando una voz aguda, nítida, que se demoró un instante detrás de la fila de dientes como si existiera alternativa. Sin hallarla saltó al vacío por el trampolín de mi lengua.
Leí gesticulando sobre el papelito arrugado, con esa sensibilidad suya que no aprendí, que no aprendo. Seguramente fue entonces cuando me escondió en la mano el secreto añejo que sin saber contuve, apretado. Sus ojos de gata se clavaron en Infiernos, tras hacer una pausa, buscando complicidad. Las palabras salieron como destellos azules, y espadearon entre sí, sin herir la nada mi ausencia.

Relato de bares: El ático


El ático


Juana Flores




Me desperté como casi todos los días en medio de un duelo mudo, desacoplado, solo. Nada que decirle a los que con amor impotente me rodeaban; nada que decirme a mí misma.
La primavera estaba llegando a Montevideo y era imposible desprenderse del baile del plátano loco, del aire traslúcido y de los primeros soles fuertes.
Decidí almorzar encerrada en mi cuarto. No quería verle la cara a Ramona; no podía soportar su gesto de vieja indígena resistente e impenetrable, su olor a hipoclorito en las manos curtidas, su terquedad en ir recogiendo mis bombachas hace 15 años, hace 50 años, hace 300 años, ancestralmente. Le preocupaba que no riera; yo quería gritarle que la odiaba, que ella no entendía nada. También quería patear las paredes a grito pelado, llorar a mares y hacerme un nudo. Pero el bichito de la humedad estaba sellado: una bolita altiva que rodaba desapercibida en el patio enorme en el que jugaban los niños y los perros; las pisadas asesinas cerca, los hocicos amenazantes, la imposibilidad de caminar ligero hacia algún lado, hacia el pasto atrás de las hortensias. No, giraba a un lado y a otro en virtud de estas pataditas, de aquel lengüetazo, vagando encascarado en el desierto de un patio de baldosas frío.
Los tallarines estaban ricos y los comí todos. Luego, me quedé mirando el techo un largo rato hasta que sonó el teléfono. Una voz aguda de mujer que reconocí en seguida: la prima de la amiga de mi amiga. Se presentó por su sobrenombre y me espetó una frase armada con cuidado. Me había mexicaneado al chico con quien salía de vez en cuando y se sentía con una absurda obligación de hacérmelo saber. Emití alguna contestación ácida y escueta, y corté. Aquel tipo atractivo e inteligente, mentiroso y adicto, era el Barba Azul del cuento, pero como me sentía herida en mi orgullo, pensé que no valía la pena advertírselo. Por la misma razón y porque no tenía nada que perder, esa noche me fui a un bar.
Estuve maquillándome durante media hora, remarcando mis ojos oscuros, dándoles profundidad, haciéndolos penetrantes e impenetrables. Me vestí rápido y salí.
La noche estaba deliciosa, dulce. Las flores abiertas por el calor dejaban su estela en cada esquina y hasta los hombres que revuelven la basura parecían amigables. Incluso no desentonaban con las niñas rubias que flotaban dormidas, transportadas en brazos por sus padres bien vestidos.
El bar quedaba a unas cuadras de casa y meterse ahí no tenía sentido. La primera puerta no se notaba porque enseguida comenzaba una escalera encrespada de madera; cada escalón una curva, una forma pulida a fuerza del peso de los cuerpos subiendo y bajando. De hecho, una vez adentro, también se percibían las presencias anteriores. Aunque las ventanas estaban abiertas, la sensación era de estar nadando entre vapor estancado. Pero no en todo el lugar, sino solo desde algunos rincones venían bocanadas algo viejas y húmedas, algo muertas.
Me pedí una cerveza y me senté contra una de las ventanas. La música era buena y una brisa fresca comenzó a mover mi cabello suelto. “No está tan mal después de todo”, pensé sin alegría.
Tuve la impresión de que el ático se había poblado en pocos minutos. Bebí un vaso de cerveza y observé la luna cansada; tan agotada como yo, que sentía mis hombros y pómulos pesando toneladas de acero invisibles. La observaba sin expectativas, ahí colgada en medio de un cielo perfecto, aburrida, llena de polvo y de tedio.
La muchedumbre no me importaba, pero el golpeteo impertinente de un joven de espaldas a mi mesa me importunaba o, al menos, llamaba mi atención. Su pierna izquierda chocaba, a ritmo, contra mi mesa una y otra vez. Dejé entonces la crueldad impávida de la luna y me quedé en su espalda vivaz, contenta diría. Hablaba con otros gesticulando y movía, dale que dale, la pierna. No sentí enojo, sino que más bien me causaba un poco de gracia la situación; pero apenas sí dejé escapar una muequita ambigua que tal vez, para un observador, significaría algo así como un: “¿y este?”.
Por fin Miguel se dio vuelta desplegando una sonrisa enorme y blanca. Para colmo no dudó en invitarme a brindar con su vaso en alto, risueño. Yo le seguí la corriente mientras pensaba que ese tipo no podía ser uruguayo: tenía demasiada luz. Alguna capa de recelo fue ganada por mi curiosidad y aunque me sintiera como un topo bajo tierra, hosco y desanimado, había regresado hacía demasiado poco a mi ciudad. Todavía no había olvidado esa sensación de juego fresco en la charla entre desconocidos fronteras afuera.
Hablamos durante horas. Pasamos el tiempo jugando con las palabras, regalándonos pedacitos de nuestra historia, reconstruyendo de a poco la de todos.
Miguel tiene los pómulos huesudos y la piel tersa y amarronada, los ojos y el cabello muy oscuros, y las manos grandes. Además, se le nota el esqueleto y el alma en sus movimientos algo súbitos e inesperados. Fuma todo el tiempo y saca música de cualquier objeto: un pasto recién arrancado, una sábana y dos cuerdas, una botella a medio llenar, una caldera vieja.
Miguel sólo podía ser medio uruguayo y eso nos mantuvo cerca esas horas.
Sorpresivamente el ático nos dejó solos y junto con la claridad del día volvieron amenazantes mis fantasmas. Huí como poseída por el demonio; corrí hasta casa como si a las 7 los corceles se fueran a transformar en ratones y no paré hasta estar bajo el peso de mi acolchado.

Relato de trenes: El pasajero


El pasajero


Vesna Kostelich


El tren silba y retrocede lento como un dromedario agobiado por la rutina del ir y venir siempre por los mismos rieles. En pocos segundos, el torrente de pasajeros se escurre hacia la ciudad. Sólo un hombre ha quedado en el andén. Es un recién llegado pero tiene la apariencia inocente de quien sigue esperando a alguien que no ha venido.

Usa un traje claro, de color indefinido, entre verde y gris. El hombre lo lleva bien, con elegancia, aunque le queda un poco grande, como si el hombre hubiera adelgazado o como si el traje fuese prestado. El modo prolijo que tiene de moverse así vestido tiene algo del cuidado por las cosas que se adquiere por la carencia y no por la abundancia de ellas.

Ahora se dirige a la salida. La estación cóncava repite el eco de sus pisadas hacia el gran salón.

Se lo ve agobiado, sin ganas de llegar. Tiene la mirada de quien no quiere pero debe acudir a una cita. Pero el hombre parece ignorar el tiempo y camina sin apuro hacia esa ciudad hecha de relojes. Aunque carga solamente una maleta y el impermeable, el peso del alma que arrastra no lo deja ir muy lejos.

Se sienta en el banco de cemento y mira alrededor como tratando de que sus sentidos se acostumbren sin trauma al nuevo destino. Ha quedado sentado en una posición torcida, transitoria, pero no la cambia.

A pocos metros, el viento arrastra los envases plásticos y la basura liviana que se arremolina en un rincón. Dos niños juegan sentados en el piso. El viento les revuelve el pelo lacio. Uno es moreno y su cabello brilla como el de un caballo salvaje. El otro es más blanco que el azúcar. Tienen la misma edad, no más de siete u ocho años. Tiran algo contra la pared, lo recogen y se ríen, ese parece ser todo el juego. Junto a ellos un gato viejo hace guardia. Tiene los ojos vacíos pegados de moco.

El hombre los observa con el mentón pegado al pecho; algo en su mirada ha viajado a otra época, los ojos han adquirido cierta curvatura de asombro o perplejidad como si se recordara a sí mismo o a otros niños en otro sitio y otra época. Tal vez quiera llorar pero no puede o no sabe hacerlo; en cambio, cierra los ojos.

El aire le trae el rastro amargo del hierro de las máquinas y junto con él, el vaho intermitente de la ciudad que está allá afuera. Un poco se recuesta en el respaldo, afloja el puño del maletín y se deja inseminar por la brisa y los datos que ella siembra. El humo de los escapes y el barro sulfuroso de las zanjas, la perfidia de los perfumes caros de las putas caras, la violencia de la grasa de los puestos de comida, el sabor metálico del dinero que va de mano en mano.

En el otro extremo del salón, la puerta mecánica deja entrar el rugido de la ciudad. Es posible que del otro lado, más allá de las autopistas y los puentes, un hombre vestido como él lo espere para extenderle una mano floja sobre el escritorio de una oficina iluminada con luces de neón.

Pero el hombre de la estación no parece querer acudir todavía. Ha quedado anclado en su respiración como un barco hundido en el fondo del mar. Quien lo observara desde el techo abovedado, ratas o palomas, vería un punto sobre el banco de cemento; un punto detenido sobre el guión gris que separa el pasado del presente.

Ahora el hombre incrusta su nariz en el hueco del pecho y levanta un poco la camisa. En esa carpa vive todavía la memoria cálida de lo que fue hasta ayer. Es como abrir una carta de despedida para volver a leerla. Está el hedor de sus sobacos montado encima de un jabón que ya no usará, el aroma puntiagudo y amarillo de la ropa secada al sol, el de su piel que todavía recuerda a una mujer que ya ha empezado a olvidarlo.


29.10.07

Premiada!!!!

Con enorme alegría, recibimos la noticia en el taller de los jueves de que Gabriela Morales obtuvo el tercer premio en el concurso literario del Hospital Británico con su cuento "Lagunas" (una visión muy original de una situación quirúrgica, por cierto). MIL FELICITACIONES, GABY!!! La hinchada, agradecida por los goles de su cuadro...

22.10.07

Texto seleccionado de octubre (taller jueves): BEBÉ LOBO



Bebé lobo


Juana Flores


En la oscuridad se escucha la voz suave, dulce, algo quebrada, de un hombre que no llego a ver bien. Su voz no lucha por un espacio en el tiempo ni toma carrera trémula; se hace presente para mí con una fuerza obvia, como se hace presente la luna llena a la mirada de los amantes nocturnos.

* * *

Estoy “en tránsito”; haciendo tiempo en una ciudad que no conoceré. Descubro la magia de la música en mis auriculares. Las creaciones del hombre de la voz dulce y quebrada me acompañan y no me siento sola. Saco mi cuaderno; comienzo a escribir: “La banda suena mientras la chica de los masajes, a mi derecha, pierde su mirada en el infinito de ventanales gruesos que la separan de la pista, de la noche.”

Recuerdo su última visita. Llegó a casa con un gorro de lana que le tapaba las orejas y un rompevientos oscuro. Atravesó la puerta con la cabeza gacha y mirando a los ojos. Tiene cara de topo pero alma de lobo herido. Subió por un té que luego no aceptó tomar; me hizo reír hasta que habló de su enojo del sábado anterior. Insinúa haber hecho lo que no quería. Fantaseo con varias escenas más o menos tristes, pero luego simplemente me quedo con esa sensación de fraude, de vacío ante uno mismo.

Los viajantes pasan tironeando de sus pertenencias, haciendo rodar sus valijitas y yo sigo escribiendo:

Arquetípico abrazo;
tu boca en mi cuello,

y el pecho que sube y que baja.

Tu cabeza en mi regazo;

engarce de brazos y manos.

Una paz, un mimo, una cercanía.


Al lado mío dos mujeres cuidan de un bebé, igual que lo hacía yo con mi amiga Alicia cuando jugábamos a las muñecas. Las observo absorta en la poesía de las canciones. Me acuerdo de Cohen, y después de Whitman, y siento que escribir es tan natural como el bebé, como la desazón de la chica de los masajes, como el aullido que no escuchamos, pero intuimos, tras los gruesos ventanales.

* * *

En medio del pecho siento un calor desmedido, el corazón me late a una velocidad inusitada. Es miedo al miedo separando poco a poco la epidermis de mi cuerpo, alejándome de mis límites físicos. Es el recuerdo del miedo actuando con una premura y en forma ingobernable para la mujer encerrada. Ella abre las ventanas, se moja la cara, se quita el abrigo, se bebe un trago fuerte. Ella sabe que todas las acciones inevitables, irremediables, necesarias para una supuesta supervivencia, no hacen más que alejarla de sí, de mirarse a la cara, de encontrarse y abrazarse.

Por fin suena el timbre. La voz suave del otro lado; un alivio.
Me pongo una remera de manga larga, algo más acorde a la temperatura ambiente, me seco la cara e intento semejar cierta normalidad. Imposible. Ya lo había llamado veinticinco minutos antes, contenida pero desesperada.

Ahora el abrazo no es arquetípico; es envolvente, es salvador, es necesario. Intento desarrollar en palabras un esquema comprensible pero sé que es como querer atrapar sus noches de lobo. Lo importante es que mi mano derecha se zambulle en medio de un pecho caliente, de un nido que calma mi corazón embravecido.

Mientras tanto, imagino que podríamos darnos amor como los gatos. Ellos levantan las manitos y se tocan, enroscan los cuellos, sacan las garras, se alejan y erizan la cola, vuelven olisqueándose, pendientes uno del otro, amando la libertad, gustando de la noche, de exhibir su belleza, de darla. Y sin embargo con ese dolor ineludible de la vida.

Yo los entiendo demasiado. Soy otro gato deseoso de meter constantemente mi cabeza en un cuello protector y amante, en un cuello que huela a piel lavada, a dulzura triste, a hombre con mirada profunda y olor a madera. Pero no somos gatos y conozco bien esos cabeceos de felino.

Entonces me separo y voy por mis escritos. Elijo algo y comienzo a leer. Estamos cerquita pero mediados por objetos, protegidos por ellos. Me doy cuenta de que me patina algo la lengua y me causa gracia. Él también ríe. Por un rato no hay bebés, lobos ni gatos. Solo nos disfrutamos, mientras la luna llena brilla afuera para otros.

Relato de cárcel: Batallas mínimas

Batallas mínimas

Ana Arjona


La mañana está clara, azul, casi de fiesta. Desparrama frescor y sin involucrarse, acompaña mis pasos que vienen despertando las baldosas y los árboles dormidos, de una calle de barrio, en Punta Carretas, tan larga y a la vez tan corta, en este sábado de guerra.
Me detengo ante el puesto de flores. Todavía es muy temprano. La feria está casi vacía. Rayos oblicuos y empolvados caen sobre las lonas. Soy una de las pocas personas madrugadoras. Pero es que esta es mi rutina de sábado: comprar lo único vivo que logra pasar la requisa. Y llegar a tiempo.

Allí están, somnolientas, igual que siete días atrás. Algunas todavía muestran las gotas de agua de la regadera, como prismas cristalinos sobre los pétalos. Me invade la belleza oscura y apasionada de las anémonas, sus capitas de seda, sus sombreritos negros. Cantan las estrellas blanquísimas de las ilusiones despatarradas entre los alambicados y frágiles tallos, temblando por ser elegidas. Las marimoñas, más pertrechadas de gasas que sus compañeras, ofrecen sus mejores trajes de ballet en procura de seducirme. Sufren las varas de nardo por no tener la flexibilidad de las margaritas o de otras descocadas, pero igual me cautivan con su aroma secreto.

Elijo y me marcho segura. Sé que un pedazo de vida se colará entre los barrotes y los muros como un llamamiento radical a la belleza, como una apertura al aire libre de los campos.
Voy pensando que un pequeño pimpollo tiene la posibilidad de madurar, abrirse, transformarse y contrabandear sensaciones, perfumes. Que un tallo, una hoja o una flor, infiltrará en la celda lo no dicho, la peligrosidad de lo natural, el devenir que esconde la semilla, su fuerza, su futuro marcado por otras leyes que no podrán ser abolidas ni deformadas, ni ocultadas, ni forzadas por decreto. Voy creyendo fuertemente en ello, pero con cara ingenua, no sea cosa que me delate el brillo de los ojos o la contundencia de los pómulos. Voy conspirando.

El aire aún está húmedo. Algunas baldosas retienen un halo oscuro en los bordes.
Paso frente a la iglesia con alegría alerta. Sé que allí, y también en el quiosco de enfrente, todavía se practica el amparo. Un rápido recuerdo me lleva hacia los sacos y gabardinas que surgen nadie sabe de dónde. Préstamos solidarios, que acuden prestos a cubrir algún escote perturbador, alguna falda corta, algún vestido o pantalón apenas insinuante, para desactivar el goce prepotente del manoseo de la guardia, la mordida de rabia e impotencia en el corazón. Oigo volar las campanadas rebotando entre los edificios altos de la calle, pautando el tiempo, regalando normalidad a la mañana.
Cruzo en la esquina y ya no puedo volver a subir el cordón. Transito por la calzada, paralela a la vereda. Nadie puede pisarla, está prohibido. Una sonrisa interior se suelta y me recorre. Es bueno y sano saber que no me pueden quitar esa libertad.
Llego frente al portón de entrada del penal, vuelvo a subir la vereda y enfilo hacia él. Camino sobre las grandes lozas de granito gris y rosado que me siguen pareciendo nobles y ajenas al camino que trazan. Las siento casi pedir disculpas. Están gastadas de tantos pasos, de tanto ir y venir adusto.
El aire se va cargando de murmullos desafinados. Tampoco los arbustos, ni los ceibos, ni las palmeras disfrutan del lugar en que les ha tocado crecer. Un leve escalofrío me eriza la piel, aunque estemos orillando el verano. Las cosas van perdiendo color a medida que me acerco a la alta verja. Detrás se alzan los muros, centinelas grises y prepotentes. Y muy por detrás el cielo encajonado.


Paso bajo la arcada y me dirijo al ala izquierda para depositar el bolso, las flores y las cartas. Lo hago de manera sutil, con firmeza y dignidad, pero de modo tal que no pueda ser tomado como un acto de independencia. Logro esta vez esquivar el malhumor y el destrato metódico de la funcionaria que con los lentes colgados de una piolita, el pelo mal recogido y el uniforme arrugado, parece que estuviera esperando que algún día pase su mala racha.

Allí, me siento en uno de los dos bancos de madera clara, lustrados a fuerza de esperas, cruzando los dedos del alma, para que las otras cartas, las que espero, hayan pasado la censura.
El trámite puede llevar horas, y sólo obedece al propósito de molestar, humillar, hacerte sentir que ni tú, ni tu tiempo, tienen valor. Mostrar el machacón poder de cambiar cada día los códigos. Para que pierdas la huella, desconozcas de qué se trata y nunca sepas dónde estás parado.
Nosotros somos el ratón, ellos el gato. Pero a veces el ratón se agranda.

Suena una clarinada impresionante en el aire estanco, aún mojado.
“¿Quién es este tipo que puede hacer estallar las paredes, dulcificar el día, transformar el cuadrado inamovible del cielo en una maravillosa lámina de luz?”, me pregunto a pesar mío.
La música trepa los muros en las notas del viento y se marcha sin que nadie de los que mandan se percate.

Me avisan que me concedieron la audiencia que pedí con el director de la cárcel.
Respiro hondo. Me paro. Me concentro en la fortaleza y en la sagacidad que necesitaré para argumentar.
Atravieso el patio de piedras que separa el cinturón de los muros de entrada, del contundente edificio. Detrás de él están presos la sangre, los corazones y los cuerpos de otros muchos.
No sus pensamientos, no sus amores, no sus ansias. Y él está entre ellos.
Imagino su sonrisa iluminada y me preparo para, dentro de instantes u horas, lograr una visita especial.

Uno de los policías que hace la guardia, me señala la puerta de la oficina del director.
Entro despacio. Un escritorio grande de madera oscura, una mole cuadrada sin gracia con un sillón de brazos detrás, está enfrentado hacia la puerta, y una sillita, de espaldas, más baja, casi enclenque, parece estar esperando a su víctima.
Es una sala amplia, algo oscura, creo que por las estanterías llenas de libros, que intentan contar algo que desestimo al instante. Hay estatuillas, banderines, papeles, legajos, frases del prócer descontextualizadas, como les gusta ostentar, y un olor pesado, opresivo, que parece envolverlo todo.
Con una media sonrisa que nadie le ha pedido, el director me tiende la mano. Ese gesto parece fuera de lugar, pero se la estrecho, cómo no, mientras sus ojos impávidos trabajan en la radiografía de quién soy, clasificando, intimidando y a la vez señalándome la sillita.
Es alto, la cara cortada a cuchillo, la piel aceituna. Se sabe elegante y poderoso, pero lo disimula detrás del movimiento lento de su cuerpo.
Toma asiento. Del otro lado de la mesa, parece más alto, más erguido.
Comienzan las preguntas.
-Usted sabe que no le corresponde esta visita, -me espeta.
-No la común, claro. Por eso le estoy pidiendo una especial, -le contesto, tratando de que mi rostro se vea impasible pero suelto, que mi mirada sea inteligente pero no tanto que se transforme en sospechosa, que mi cuerpo esté firme pero no orgulloso, que mi voz sea serena y no me traicione.
Algo pasa en su mirada. Espero.
Somos dos equilibristas enfrentados, balanceándonos en una misma cuerda, intentando un diálogo que sabemos imposible.
-¿Por qué cree que debiera concederle la visita?- insiste, mientras alcanzo a percibir un dejo de interés en la voz y una pizca de luz en los ojos.
-Usted sabe que hace meses que no he tenido una,-le contesto sosteniéndole la mirada casi con ingenuidad. -También sabe que puede corresponderme. Por eso,-insisto algo subida en los pedales-he pedido la entrevista.
Después me quedo en silencio y pienso que tengo que lograr convencerle de que necesito esta visita, pero no tanto que le sea placentero negarla. Aún más, que él, mesías todopoderoso de esta cárcel, de este reino policíaco y absoluto, se autoconvenza de que sería bondadoso, su buena acción del día, levantar el pulgar y otorgar casi con emoción este pedido mínimo.
Sigo a la espera. Y algo me dice que he dado en el blanco. O que hoy, el azar nos ha tocado.
Se levanta, sale sin despedirse.
-Suban al preso,-le ordena a la guardia.
-Tiene quince minutos,- le oigo decirme por encima del hombro.

Miro la escalera desde la altura en donde estoy, y parece no terminar nunca. Es ancha y larga. Allá abajo, todo se oscurece, se ensucia, se confunde. De pronto, desde el vano de una puerta que se abre, lo veo avanzar entre dos policías. Algo en su andar me parece raro y me doy cuenta de que viene esposado, con las manos a la espalda, y que no tengo recuerdo de esta forma de andar. Una tensión espesa en al rostro y en la mirada me hace casi desconocerlo, mientras comienza a subir de uno en uno los escalones flanqueado por los cancerberos.
Apenas se suaviza cuando, ya al lado mío, le quitan las esposas y me oye susurrarle alegremente:
-Tenemos quince minutos de visita sin rejas, -como si fuese todo el tiempo del mundo.

18.10.07

Texto seleccionado de octubre (taller miércoles): DESPEDIDA

Despedida

Cecilia Perez





Mi hermano murió una fría mañana de abril a los veintitrés años.

Cuando su respiración se volvió entrecortada, tomé su mano con fuerza y la aferré entre las mías, como desafiando al destino en una batalla que ya sabía perdida.

De pronto, ya no pudo respirar; rodeé entonces con mis brazos su cuello pálido, acaricié su lacio y renegrido pelo, y llené sus mejillas de desesperados besos. Miré su rostro, una y mil veces, olí su piel intentando retener para siempre su delicado aroma.

Me acurruqué en su pecho, primero cálido y luego ya frío, y así permanecí, en el más profundo silencio.

*

Ya entrada la tarde, caminábamos lentamente por entre las tumbas, con los ojos tristes, las mejillas rojas, las cabezas gachas.

El silencio inmenso sólo se rompía por desgarradores llantos.

Llovía, el agua caía sumisa en diminutas gotas sobre panteones, cipreses y deudos que la recibían también con actitud obediente y resignada.

El aroma de los pinos y de las flores se mezclaba dando un aspecto primaveral a ese otoño desolado y gris.

Mi madre, ataviada en un riguroso traje negro y con gran compostura, presidía la marcha. Unos pasos detrás lo hacía mi padre, con el andar sombrío y los ojos atormentados.

Cuando el féretro fue cubierto por el último trozo de tierra no pude evitar gritar de dolor y de espanto.

Relato de arrabal: La tanguería


La tanguería


Carolina Temesio


En la puerta hay un cartel que reza “Paze”. Cada vez que lo leo me lamento de no tener una lapicera, para escribirle encima una S. El cuida-coches en la puerta da la bienvenida con aires de exclusividad y protocolo. La escalera de mármol empinada, con peldaños rotos y manchados, conduce al cielo. El olor a humedad y encierro le reverencian al unísono a quien emprenda el ascenso.
La casa antigua, en penumbra, con pisos de tablas desvencijados y cortinas de voile amarillentas, envuelve en acordes de bandoneón salidos de un parlante en la punta de la pista. Un espejo al fondo, multiplica por dos a las pocas parejas que se mueven cadenciosas dibujando efímeros firuletes. Macuca, detrás de la barra de madera, domina la escena con sus pechos imponentes proyectados hacia delante, como dos miras telescópicas; el pelo rubio teñido a la fuerza sobre la tez morena, los labios repintados. Sirve copas, mandonea a la muchachita que atiende las mesas, y administra la gloria de quienes se agachen a suplicar un poco de su gracia.

Llego los viernes, cuando la noche ya esta mas exprimida y seca que un limón, a la hora en que para conseguirle algo de jugo hay que apretarle la cáscara. Los dueños de la noche siempre son otros. Distintos cada viernes, pero parecidos. Distintos también de ellos mismos a la luz del día. Me entretengo solo, con las historias que imagino tejiendo a partir de señas sugeridas por la escueta realidad que se ve. Desde algún rincón les guiono la existencia, mientras sorbo a discreción alguna lagrima caída del cielo de Macuca. Esta noche al entrar, planeo la mirada en la penumbra para ver quien la habita y buscar mi hueco. Si los personajes que me encuentro aquí no existieran, eso sí, jamás podría inventarlos.

Un petiso compadre, con el pelo aplastado de gomina y sudor, todo vestido de negro desde el cuello hasta los pies, baila envuelto entre las carnes de una gorda que lo triplica en humanidad. Con la cabeza casi enterrada entre los pechos de su compañera, la hace mover siguiendo el compás de la orquesta que suene, con delicados gestos de manos y rodillas diminutas. Aquella mujer parece un contrabajo enorme y obediente ejecutado por un grillo de luto.

Otro bailarín, espigado, flaquísimo, con cara de semilla y gesto de pajarito, de pantalones vaqueros casi cayéndose, abraza a una joven mujer, morocha de pelo corto, vestida con pollerita estampada y por debajo calzas y sandalias artesanales. La hace girar con destreza acrobática. Ella, con levedad de mariposa, sube, baja o se detiene para interpretar el silencio entre dos acordes, con gracia infinita.

En la habitación contigua, la luz de una portátil ilumina una mesita redonda con mantel hasta el piso, ceniceros de porcelana y vasos de plástico. Dos varones, contra otro varón y una dama, dirimen una partida de truco. La mala estabilidad de los vasos y los manotazos al mazo de cartas ha hecho derramar ya varias veces el vino sobre el mantel. La muchacha de Macuca les trae alguna vitualla: un platito con una pizza cortada en pequeños cubitos, y otra jarra de vino de la casa, que no puede dejar de surtir las gargantas.

Al fondo del salón principal, sentado sobre un taburete y casi desparramado sobre el mostrador, el cantor confiesa sus penas de amor ante el altar de Macuca. El gorro apoyado en la barra, debajo de una mano, en la otra mano la copa algo inclinada, apenas despegada del mostrador por los escasos centímetros que se separa de su boca. La música se le descuelga como de una tormenta divina pero lastimera. Y le purga el alma de sus contenidos. Macuca lo escucha, sin perder de vista cada movimiento de la pista. Con el rabillo del ojo domina también la otra sala; los ires y venires de la muchacha; las manos por debajo del mantel de un señor muy formalmente vestido y una chica con mirada de barrio, en otra mesa más alejada. Con su sonrisa congelada escucha al cantor, con el gesto quieto pero dejando los ojos libres para ir y venir escaneando cada situación que preside con imponencia. Un gato blanco y gris salta de su falda al mostrador, y luego aterriza en el piso para desaparecer detrás de una cortinita que se podría presumir conduce a una cocina. El cantor pide ahora un anisado, se templa aún más el garguero, que no se le entibia, como el recuerdo de las ventanas mal cerradas de su casa de pensión.

Ahí estoy, contemplando escenas que animan la letra de un tango, cuando lo veo surgir en la punta de la escalera. Como detenido en el borde de un círculo invisible y midiendo el tamaño del paso a dar o ajustando la pupila a la poca luz. Al principio dudé si sería el. ¿Cuantos años, 20? 30? Qué sé yo. Infinitos. Cargaba un bolso pesado y su silueta era delgada y completamente gris. Avanzó lento, primero hacia una mesita alta y redonda ubicada en diagonal con la escalera, y en la mitad del trayecto torció decidido de dirección y avanzó hacia la barra donde estaba el cantor. Descargó su bolso y me retuve de interceptarlo de inmediato. Dejé que fluyeran unos minutos integrándolo a esas escenas que acostumbraba a husmear con deleite, para disimular mi soledad. Lo vi gesticular, acomodarse el jopo entrecano, dialogar con el cantor a quien parecía conocer. Avanzar hacia él, era para mi como retroceder en el tiempo. Algo me inmovilizaba, cierta reticencia a encontrarme con el que fui para otros, o peor aún, encontrarme con el que soy ahora descubierto en mi presente.

Crucé por el medio de la pista, sabiendo que es ley tanguera que se debe bordear para no importunar a los bailarines. Me senté en la barra a su lado y, aprovechando que me daba la espalda, le dije en un susurro: “Pimpo Corrales, entregate”.

El Pimpo se volteó y de la sorpresa atinó a sacarse el gorro. Estaba viejísimo. Vi como le brillaban los ojitos azules, que eran la única e intensa nota de color de su estampa. Me abrazó lo que duró el final de una milonga, para volver luego a mirarme y certificarme vivo. Un muchacho cargando un teclado me pidió permiso con aliento a marihuana. La pista se había llenado de bailarines; la volví a cruzar ahora seguido por el Pimpo con el bolso. Por el apego entendí que se trataba de su bandoneón.

En ese instante en que nos acomodábamos en las sillas empezó a sonar Farabute y no pudimos articular palabra como en rito, hasta que el troesma terminara de cantar la letra del canillita Casciani. Se notaba que ninguno quería hincarle el diente a los quilombos familiares que nos unían y nos distanciaban. Para mi tranquilidad, él seguía llamándome primo, y yo a él tío, como había sido siempre y como le convenía a cada uno para rejuvenecerse frente al otro. Que esa naturalidad se conservara me daba cierta paz. No la nombró para nada. La nombré yo, a propósito, hablando de la herencia que le había dejado un primo suyo, un campito de morondanga después de Blanquillo, pasando el repecho y casi llegando a Zapucay. No me fui en detalles porque él conocía esos camino mejor que yo. Pensé por un instante que los destinos habían quedado mal barajados en su contra. Que de pura casualidad yo había cantado flor, y me había quedado con una prenda que no era mía. Para peor me había durado menos que una botella de amarga en el placar, y que por llevarme la baraja, me había tenido que ir del pueblo. Se sabe que con mazo incompleto no juega nadie.

La gorda que había bailado con el petiso vino a invitarlo a la pista. Cuando se nos acercó vi que llevaba unas delicadas medias de red y tenía cara de rusa, y un hilito de sudor en el escote. El Pimpo Corrales no era milonguero, era de escuchar la orquesta quieto, pero no le permití que la rechazara. Mientras le ofrecía su baile de marcados y sobrios vaivenes, reconocí la humildad y maestría con la que hacía todo. Me arrimé al mostrador. Macuca dejó escapar la sonrisa triste de quien ya ha leído enterlíneas lo que no esta escrito, le pedí mas trago.

Vi que al fondo, la partida de truco había culminado. El cantor y el tecladista se acomodaban ahora al fondo, frente al espejo en un escenario improvisado. Ahí, una silla vacía lo esperaba al Pimpo, porque el bandoneón se toca sentado, con la cabeza gacha, y como mirando para adentro.