18.10.07

Relato de arrabal: La tanguería


La tanguería


Carolina Temesio


En la puerta hay un cartel que reza “Paze”. Cada vez que lo leo me lamento de no tener una lapicera, para escribirle encima una S. El cuida-coches en la puerta da la bienvenida con aires de exclusividad y protocolo. La escalera de mármol empinada, con peldaños rotos y manchados, conduce al cielo. El olor a humedad y encierro le reverencian al unísono a quien emprenda el ascenso.
La casa antigua, en penumbra, con pisos de tablas desvencijados y cortinas de voile amarillentas, envuelve en acordes de bandoneón salidos de un parlante en la punta de la pista. Un espejo al fondo, multiplica por dos a las pocas parejas que se mueven cadenciosas dibujando efímeros firuletes. Macuca, detrás de la barra de madera, domina la escena con sus pechos imponentes proyectados hacia delante, como dos miras telescópicas; el pelo rubio teñido a la fuerza sobre la tez morena, los labios repintados. Sirve copas, mandonea a la muchachita que atiende las mesas, y administra la gloria de quienes se agachen a suplicar un poco de su gracia.

Llego los viernes, cuando la noche ya esta mas exprimida y seca que un limón, a la hora en que para conseguirle algo de jugo hay que apretarle la cáscara. Los dueños de la noche siempre son otros. Distintos cada viernes, pero parecidos. Distintos también de ellos mismos a la luz del día. Me entretengo solo, con las historias que imagino tejiendo a partir de señas sugeridas por la escueta realidad que se ve. Desde algún rincón les guiono la existencia, mientras sorbo a discreción alguna lagrima caída del cielo de Macuca. Esta noche al entrar, planeo la mirada en la penumbra para ver quien la habita y buscar mi hueco. Si los personajes que me encuentro aquí no existieran, eso sí, jamás podría inventarlos.

Un petiso compadre, con el pelo aplastado de gomina y sudor, todo vestido de negro desde el cuello hasta los pies, baila envuelto entre las carnes de una gorda que lo triplica en humanidad. Con la cabeza casi enterrada entre los pechos de su compañera, la hace mover siguiendo el compás de la orquesta que suene, con delicados gestos de manos y rodillas diminutas. Aquella mujer parece un contrabajo enorme y obediente ejecutado por un grillo de luto.

Otro bailarín, espigado, flaquísimo, con cara de semilla y gesto de pajarito, de pantalones vaqueros casi cayéndose, abraza a una joven mujer, morocha de pelo corto, vestida con pollerita estampada y por debajo calzas y sandalias artesanales. La hace girar con destreza acrobática. Ella, con levedad de mariposa, sube, baja o se detiene para interpretar el silencio entre dos acordes, con gracia infinita.

En la habitación contigua, la luz de una portátil ilumina una mesita redonda con mantel hasta el piso, ceniceros de porcelana y vasos de plástico. Dos varones, contra otro varón y una dama, dirimen una partida de truco. La mala estabilidad de los vasos y los manotazos al mazo de cartas ha hecho derramar ya varias veces el vino sobre el mantel. La muchacha de Macuca les trae alguna vitualla: un platito con una pizza cortada en pequeños cubitos, y otra jarra de vino de la casa, que no puede dejar de surtir las gargantas.

Al fondo del salón principal, sentado sobre un taburete y casi desparramado sobre el mostrador, el cantor confiesa sus penas de amor ante el altar de Macuca. El gorro apoyado en la barra, debajo de una mano, en la otra mano la copa algo inclinada, apenas despegada del mostrador por los escasos centímetros que se separa de su boca. La música se le descuelga como de una tormenta divina pero lastimera. Y le purga el alma de sus contenidos. Macuca lo escucha, sin perder de vista cada movimiento de la pista. Con el rabillo del ojo domina también la otra sala; los ires y venires de la muchacha; las manos por debajo del mantel de un señor muy formalmente vestido y una chica con mirada de barrio, en otra mesa más alejada. Con su sonrisa congelada escucha al cantor, con el gesto quieto pero dejando los ojos libres para ir y venir escaneando cada situación que preside con imponencia. Un gato blanco y gris salta de su falda al mostrador, y luego aterriza en el piso para desaparecer detrás de una cortinita que se podría presumir conduce a una cocina. El cantor pide ahora un anisado, se templa aún más el garguero, que no se le entibia, como el recuerdo de las ventanas mal cerradas de su casa de pensión.

Ahí estoy, contemplando escenas que animan la letra de un tango, cuando lo veo surgir en la punta de la escalera. Como detenido en el borde de un círculo invisible y midiendo el tamaño del paso a dar o ajustando la pupila a la poca luz. Al principio dudé si sería el. ¿Cuantos años, 20? 30? Qué sé yo. Infinitos. Cargaba un bolso pesado y su silueta era delgada y completamente gris. Avanzó lento, primero hacia una mesita alta y redonda ubicada en diagonal con la escalera, y en la mitad del trayecto torció decidido de dirección y avanzó hacia la barra donde estaba el cantor. Descargó su bolso y me retuve de interceptarlo de inmediato. Dejé que fluyeran unos minutos integrándolo a esas escenas que acostumbraba a husmear con deleite, para disimular mi soledad. Lo vi gesticular, acomodarse el jopo entrecano, dialogar con el cantor a quien parecía conocer. Avanzar hacia él, era para mi como retroceder en el tiempo. Algo me inmovilizaba, cierta reticencia a encontrarme con el que fui para otros, o peor aún, encontrarme con el que soy ahora descubierto en mi presente.

Crucé por el medio de la pista, sabiendo que es ley tanguera que se debe bordear para no importunar a los bailarines. Me senté en la barra a su lado y, aprovechando que me daba la espalda, le dije en un susurro: “Pimpo Corrales, entregate”.

El Pimpo se volteó y de la sorpresa atinó a sacarse el gorro. Estaba viejísimo. Vi como le brillaban los ojitos azules, que eran la única e intensa nota de color de su estampa. Me abrazó lo que duró el final de una milonga, para volver luego a mirarme y certificarme vivo. Un muchacho cargando un teclado me pidió permiso con aliento a marihuana. La pista se había llenado de bailarines; la volví a cruzar ahora seguido por el Pimpo con el bolso. Por el apego entendí que se trataba de su bandoneón.

En ese instante en que nos acomodábamos en las sillas empezó a sonar Farabute y no pudimos articular palabra como en rito, hasta que el troesma terminara de cantar la letra del canillita Casciani. Se notaba que ninguno quería hincarle el diente a los quilombos familiares que nos unían y nos distanciaban. Para mi tranquilidad, él seguía llamándome primo, y yo a él tío, como había sido siempre y como le convenía a cada uno para rejuvenecerse frente al otro. Que esa naturalidad se conservara me daba cierta paz. No la nombró para nada. La nombré yo, a propósito, hablando de la herencia que le había dejado un primo suyo, un campito de morondanga después de Blanquillo, pasando el repecho y casi llegando a Zapucay. No me fui en detalles porque él conocía esos camino mejor que yo. Pensé por un instante que los destinos habían quedado mal barajados en su contra. Que de pura casualidad yo había cantado flor, y me había quedado con una prenda que no era mía. Para peor me había durado menos que una botella de amarga en el placar, y que por llevarme la baraja, me había tenido que ir del pueblo. Se sabe que con mazo incompleto no juega nadie.

La gorda que había bailado con el petiso vino a invitarlo a la pista. Cuando se nos acercó vi que llevaba unas delicadas medias de red y tenía cara de rusa, y un hilito de sudor en el escote. El Pimpo Corrales no era milonguero, era de escuchar la orquesta quieto, pero no le permití que la rechazara. Mientras le ofrecía su baile de marcados y sobrios vaivenes, reconocí la humildad y maestría con la que hacía todo. Me arrimé al mostrador. Macuca dejó escapar la sonrisa triste de quien ya ha leído enterlíneas lo que no esta escrito, le pedí mas trago.

Vi que al fondo, la partida de truco había culminado. El cantor y el tecladista se acomodaban ahora al fondo, frente al espejo en un escenario improvisado. Ahí, una silla vacía lo esperaba al Pimpo, porque el bandoneón se toca sentado, con la cabeza gacha, y como mirando para adentro.

4 comentarios:

Cecilia dijo...

Caro es divino este relato.Tiene de imágenes bellísimas.

Anónimo dijo...

Hermoso!! De la mano de tus letras me zambullí en un mundo pintado de magistrales colores. Impecable e inmejorable tu relato. Lo disfruté así como se toca el bandoneón ... mirando para adentro.

laura dijo...

Caro: que belleza este relato, ese ambiente milonguero, los personajes, la Macuca...Lo leí dos veces y me emociona recordar cuando llegaste a la mesa del taller y enseguida te quise. La Machi sabía desde el inicio que vos guardabas magia.

Gianina Casella dijo...

Me encanto!! Por unos instantes me parecio estar en ese ambiente decadente y tierno, ver a la Macuca y a todos esos personajes, que si no existieran seria imposible inventarlos y con ellos escuchar los acordes en ese rinconcito de soledades.