5.12.07

Relato de trenes: El pasajero


El pasajero


Vesna Kostelich


El tren silba y retrocede lento como un dromedario agobiado por la rutina del ir y venir siempre por los mismos rieles. En pocos segundos, el torrente de pasajeros se escurre hacia la ciudad. Sólo un hombre ha quedado en el andén. Es un recién llegado pero tiene la apariencia inocente de quien sigue esperando a alguien que no ha venido.

Usa un traje claro, de color indefinido, entre verde y gris. El hombre lo lleva bien, con elegancia, aunque le queda un poco grande, como si el hombre hubiera adelgazado o como si el traje fuese prestado. El modo prolijo que tiene de moverse así vestido tiene algo del cuidado por las cosas que se adquiere por la carencia y no por la abundancia de ellas.

Ahora se dirige a la salida. La estación cóncava repite el eco de sus pisadas hacia el gran salón.

Se lo ve agobiado, sin ganas de llegar. Tiene la mirada de quien no quiere pero debe acudir a una cita. Pero el hombre parece ignorar el tiempo y camina sin apuro hacia esa ciudad hecha de relojes. Aunque carga solamente una maleta y el impermeable, el peso del alma que arrastra no lo deja ir muy lejos.

Se sienta en el banco de cemento y mira alrededor como tratando de que sus sentidos se acostumbren sin trauma al nuevo destino. Ha quedado sentado en una posición torcida, transitoria, pero no la cambia.

A pocos metros, el viento arrastra los envases plásticos y la basura liviana que se arremolina en un rincón. Dos niños juegan sentados en el piso. El viento les revuelve el pelo lacio. Uno es moreno y su cabello brilla como el de un caballo salvaje. El otro es más blanco que el azúcar. Tienen la misma edad, no más de siete u ocho años. Tiran algo contra la pared, lo recogen y se ríen, ese parece ser todo el juego. Junto a ellos un gato viejo hace guardia. Tiene los ojos vacíos pegados de moco.

El hombre los observa con el mentón pegado al pecho; algo en su mirada ha viajado a otra época, los ojos han adquirido cierta curvatura de asombro o perplejidad como si se recordara a sí mismo o a otros niños en otro sitio y otra época. Tal vez quiera llorar pero no puede o no sabe hacerlo; en cambio, cierra los ojos.

El aire le trae el rastro amargo del hierro de las máquinas y junto con él, el vaho intermitente de la ciudad que está allá afuera. Un poco se recuesta en el respaldo, afloja el puño del maletín y se deja inseminar por la brisa y los datos que ella siembra. El humo de los escapes y el barro sulfuroso de las zanjas, la perfidia de los perfumes caros de las putas caras, la violencia de la grasa de los puestos de comida, el sabor metálico del dinero que va de mano en mano.

En el otro extremo del salón, la puerta mecánica deja entrar el rugido de la ciudad. Es posible que del otro lado, más allá de las autopistas y los puentes, un hombre vestido como él lo espere para extenderle una mano floja sobre el escritorio de una oficina iluminada con luces de neón.

Pero el hombre de la estación no parece querer acudir todavía. Ha quedado anclado en su respiración como un barco hundido en el fondo del mar. Quien lo observara desde el techo abovedado, ratas o palomas, vería un punto sobre el banco de cemento; un punto detenido sobre el guión gris que separa el pasado del presente.

Ahora el hombre incrusta su nariz en el hueco del pecho y levanta un poco la camisa. En esa carpa vive todavía la memoria cálida de lo que fue hasta ayer. Es como abrir una carta de despedida para volver a leerla. Está el hedor de sus sobacos montado encima de un jabón que ya no usará, el aroma puntiagudo y amarillo de la ropa secada al sol, el de su piel que todavía recuerda a una mujer que ya ha empezado a olvidarlo.


1 comentario:

Cecilia dijo...

Me encantó Vesna.
Siempre logras que viva el relato. Se puede ver, sentir, oler, todo.
Hay imágenes muy lindas en ésta historia de hombre triste.