7.12.07

Texto seleccionado de noviembre (taller jueves): COSECHANDO MORRONES



Cosechando morrones

Ana Arjona


Me desperté angustiada, al igual que en los últimos meses.
No quería abrir los ojos, como si por esa mera voluntad pudiese volver a caer blandamente en el sueño. Pero la vigilia, despiadada, no me dejaba volver atrás.

A medida que la lucidez avanzaba, la pena era una marejada alta que iba y venía, una muralla de lágrimas en la que me ahogaba sin remedio. Cuando llegó a algún lugar cerca del corazón- tal vez al plexo solar- encalló, mansa, clavándose y doliendo.
“Pobrecita, pobrecita”- repetí en oleadas de angustia oscura.
Respiré profundo y busqué fuerzas de algún lado, de algún espacio sano de mi alma, para poder levantarme. Pero no acudían prestas, demoraban. Tuve que hacer esfuerzos grandes, sobreponerme al desánimo, pelear con uñas y dientes para no perder los pocos trozos de voluntad que encontraba dispersos dentro de mí. Ella rondaba, adherida de melancolía y desesperanza.

“Tengo que cosechar morrones”. Me tiré de la cama y me metí a la ducha.
Afuera caía una lluvia fina. Los pájaros, indiferentes, charloteaban. La mañana no lograba descorrer sus velos, como si se le hubiera atascado un único telón gris e impenetrable. La fronda oscura de la magnolia parecía empujar hacia arriba sus flores que abiertas en el aire como blancos veleros navegaban sobre ella.
Quise ser una flor.

“¡Que me lave el agua!, ¡que me lave!, aunque más no sea el cuerpo.”
Después me sequé y me vestí con la ropa descuajeringada de trabajo: el pantalón de jogging gris, manchado de pintura y herrumbre, fino de tanto uso, la camiseta azul de mangas largas, las medias gruesas de tela esponja.
Pasé por la cocina aún en penumbras y me serví un vaso de agua tan triste como el día.
En la despensa me calcé las botas de goma y descolgué la campera de lluvia. Tomé la bolsa de las herramientas, la coloqué al hombro en un movimiento impensado, rutinario, y salí al campo.
En el aire mojado viajaban corpúsculos de polen y polvo. Un espeso aroma a tierra envolvía las casas. Las hojas que el viento había tirado en la noche yacían como pequeñas islas sobre el pasto.

Anduve los sesenta metros por el camino del oeste que bordea las construcciones viejas y la cava. Las piernas me pesaban como el alma. Los arces sacarinos, en fila, apenas manchaban el piso con sus pequeñas sombras. El viento marrón les removía las cabelleras.
Una bandada de palomas se alzó desde las desportilladas ventanas y dejó sus gritos alocados colgados en los árboles. Los perros, que me seguían el paso, se les abalanzaron, pero quedaron con las fauces golpeando en el vacío.

Detrás del galpón, contra el cielo de plomo, el invernáculo era una gran iglesia verde; una enorme nave sobre el campo, armada con ciento diecisiete postes de madera, unidos por tijeras y soleras también de madera, como esos pasatiempos en los que hay que juntar los puntos para descubrir el dibujo. Envuelto en nylon transparente de gruesos micrones, solía levantar tanta temperatura que a las nueve ya no se podía estar en él, a pesar de su altura y de la cantidad de cortinas que se abrían para ventilarlo.
Esa mañana una luz fría lo iluminaba.
Sobre los cuarenta y ocho surcos de treinta y dos metros de largo, otras tantas paredes vivas elevaban sus tallos, zarcillos, hojas y frutos, enredándose en las estructuras de alambre.
Despedí a los perros y me lancé a su interior.
Un murmullo vegetal sacudió la gran construcción. Acerqué cajones vacíos a las puntas de las hileras y me sumergí, podadora en mano, en busca de soles verdes y rojos que cosechar.

Texto seleccionado de noviembre (taller miércoles): LA TRAICIÓN



La traición



Patricia Ferreira

Hace unos minutos él lloraba desconsoladamente, con furia.
Nació hace apenas unos meses, pero le hace saber a este mundo al que lo han traído, que está aquí y que llegó para ser escuchado aunque más no sea con las únicas armas de que hoy dispone: sus gritos y su llanto. El hambre es asunto serio para él y para todos los de esta especie humana a la que pertenece.
Igualmente él sabe, confía, porque en tan corto tiempo, su experiencia de bebé le ha enseñado que hay un ser que siempre lo escucha y lo calma.
Lo levanto de su cuna y no puedo evitar que se me arrugue el corazón al ver su carita enrojecida y empapada de lágrimas, al escuchar esos sollozos que le convulsionan el cuerpo. Enojado, agita en el aire sus piernas y sus brazos con las manitos cerradas cual puños ya prontos para pelear contra este mundo hostil.
Por más que ya está en mis brazos y se da cuenta, no puede dejar de llorar de golpe e intercala pequeños gemidos con nuevos pucheros y exhalaciones.
Sé que identifica mi perfume al mismo tiempo que yo reconozco su maravilloso aroma de bebé. Mantiene los ojos cerrados, hinchados de tanto llanto y abre la boca buscando desesperadamente mi pecho. Cuando lo acerco a él y lo encuentra, suspira y empieza a succionar el dulce alimento, que cual la droga más potente que pueda existir, lo tranquiliza y le devuelve la confianza por momentos perdida.
A veces duele. El útero suele contraerse con la primera succión en una misteriosa conexión, que como un látigo, va desde el pecho al centro de mi vientre. Me recuerda con tristeza que ese ser especial ya no habita dentro de mí.
Pero el dolor pasa y vuelvo a maravillarme por su existencia.
Él, agradecido, habla conmigo en silencio. Abre sus ojitos todavía claros y vidriosos por las lágrimas, me mira y los vuelve a cerrar complacido. Me hace saber que me conoce y establece contacto conmigo mientras apoya su mano en mi pecho y la cierra cada tanto con fuerza, casi pellizcando con sus diminutas uñas. Son sus primeros intentos de supervivencia y se aferra a la fuente del néctar sagrado.
Mientras toma, mi dedo índice repasa con suavidad su rostro, sus cejas, su nariz para mí perfecta, su pelo finito. No quiero distraerlo pero es tan hermoso lo que me provoca, que es imposible no acariciarlo. Son esos momentos en que el amor se siente a través de las yemas de los dedos.
Las lágrimas todavía le corren por el cuello y le mojan la batita celeste que le tejió la abuela. Le saco un escarpín y aprovecho su distracción para contar nuevamente sus cinco deditos y envolver su pie tibio con mi mano mientras le digo que lo amo.
Toma con mucha avidez. Necesita una pausa y me suelta; quiere seguir y no puede; no lo entiende y se enoja. Lo enderezo y lo apoyo sobre mi hombro y le doy golpecitos en la espalda mientras camino aún con mi pecho desnudo.
Se alivia emitiendo esos sonidos terribles, que no parecen salir de un ser tan pequeño y que son capaces de levantar los techos y asombrar a cualquiera. Tira un poco de lo que le sobra. Lo limpio y parece decirme enseguida que ya está pronto para que continuemos. Que no hace falta esperar más. Que te apures, mamá.
Lo pongo en el otro pecho y sigue tomando esta vez más tranquilo, paciente. La calma parece haberse instalado definitivamente entre nosotros, y él se ha rendido en esta batalla para que disfrutemos de la tregua. Se adormece y me suelta. Le hago cosquillas en la pera y vuelve a aferrarse del pezón y toma un poco más. Se duerme de nuevo. Lo dejo quedarse así, con esa expresión de satisfacción en el rostro.
Es inexplicable la fascinación que me produce el instante. Me siento hacedora de milagros, participante sin querer del proceso de la creación, como si el momento se salpicara de brillantes gotitas mágicas, que lo vuelven único e irrepetible.
Sin embargo, yo tampoco he dejado de llorar desde que me desperté a la mañana. Este sentimiento se me adhiere dentro y me aprieta el alma hasta casi no dejarla respirar.
-Hoy es un día triste, el primero de los que en la vida nos tocará vivir, hijo- le digo.
Hoy voy a traicionarlo y me siento el ser más despreciable que existe.
Ajeno a mis pensamientos, él ya duerme plácidamente. Levanto su bracito, lo suelto y lo deja caer exhausto. Lo llevo despacio hasta su cuna y lo acuesto con cuidado para que no se despierte y respire bien. Es temprano pero ya hace un poco de calor. Le tapo las piernas con una sábana blanca que tiene una guarda con ositos bordados.
La brisa suave de la mañana que entra por la ventana semiabierta mueve la cortina, dejando entrar un poco de sol. A través del prisma de un juguete que cuelga del tul de su cuna, la luz blanca se descompone en infinitos arco iris que giran por el piso y las paredes. Lo beso suavecito, apenas rozando su cabeza con mis labios.
Lo miro; no puedo dejar de observarlo, así que aprovecho al máximo el tiempo y sin quitar mis ojos de su tierna imagen, camino hacia atrás hasta llegar a la puerta del dormitorio. La arrimo y me dirijo a la cocina.
Mi madre acaba de llegar. Me saluda como si no pasara nada y me habla de temas sin importancia. Ella sabe. Es que hoy vuelvo al trabajo y por primera vez, no voy a estar al lado de mi bebé cuando se despierte.
Tomo el odioso envase de plástico y lo vuelvo a lavar por enésima vez. Le pongo hasta la mitad la leche que herví tres veces con un poquito de azúcar y la diluyo con agua también hervida.
Antes de taparlo, le echo tres gotitas de limón.
Entonces rompo a llorar desconsoladamente, como llora mi bebé cuando siente hambre.
Mi madre no sabe qué hacer, pero obedeciendo al instinto que decenas de generaciones de mujeres le han estampado en sus genes, me abraza fuerte y me dice bajito palabras muy dulces, de esas que arrullan casi como si fueran un canto ancestral.

Relato de amigas: La ida

La ida

Machi

Tenemos que ir a verla, dice I. Yo la miro moviendo la cabeza. Pienso que no vale la pena decir lo mucho que me mortifica la situación. Me corren las lágrimas cuando apago la luz y se aparece su cara sin que yo la llame. Tengo que ir, tengo que ir, parece un eco mi voz. Siento que el esfuerzo de enfrentarme a esa situación es tan grande como si me obligaran a subir una montaña.
Tuve un sueño extraño esta semana. Caminaba por un sendero empinado, angosto y pedregoso. Subía ayudada por un tronco fino que tiñó la mano de negro y la volvió pegajosa. Llevaba un pañuelo blanco en la cabeza y era anciana. Al llegar a la cima entré a una especie de fortaleza, allí me rejuvenecía. Se acercaba un hombre de mediana edad. Me tomaba de las dos manos y yo lo permitía con una tranquilidad y una entrega sorprendente. Al hacerlo todo su cuerpo temblaba y la cara se transformó en un globo gigante a punto de estallar, los ojos se le pusieron saltones y se lo veía sufriente. Yo lo miraba fijo, enfrentando aquel dolor y en ese preciso instante sentía como me despegaba de mi cuerpo viajando por el tiempo y el espacio. Mi energía iba y venía, traviesa y feliz, por todos los lugares que me gustan. Al regresar el hombre me abrazó y dijo que estoy curada, que puedo descender y así lo hice.
Queda poco tiempo pero me niego a verla así. Busco en la biblioteca los libros que me trajo de México y los que le robé : Neruda y el cancionero de la Guerra Civil Española .
Acaricio el escarabajo que me regaló cuando fue a Egipto. Le saco el polvo y paso mi dedo como si se pudiera despintar, a la máscara del Carnaval de Nueva Orleáns que tanto disfrutó. Abro la vasija de porcelana azul pintada tan delicadamente por manos griegas y respiro el aroma del aceite que guarda, hamaco en la palma de mi mano la nuez del huerto de sus antepasados sicilianos. El platito de cerámica de Fes ocupa un lugar preponderante, es que ese viaje a Marruecos fue especial . Me parece verla con sus largas uñas rojas, el cigarrillo en la mano derecha, centro absoluto, contando sus aventuras. París, San Petesburgo, Vietnam, España, el mundo entero saboreó. Nada le gustaba tanto como viajar.
Ya sé que debo ir. Me niego a darle un beso y no sentir sus exquisitos perfumes franceses y en cambio aceptar estos aromas nuevos que la invaden: fármacos, éter, pañales descartables, alcohol, pomadas para las éscaras.
Todavía conservo alguna toalla de las que me regaló cuando tomé la decisión de mudarme sola, ella lo festejó como una adolescente . Heredé cantidad de ropa que ella había usado con gran amor. Me las ofrendó contándome deliciosos secretos de cada prenda. Y yo las acepté con alegría, sabiendo lo que significaba aquel traspaso de prendas, sabiduría pura, de compinches.
Soñé también con niños que me tocaban timbre, estaban vestidos de riguroso negro, sus caras con máscaras de la muerte. Me miraban fijo y yo sostenía la mirada, enseguida me rodeaban y no me dejaban mover. Lloraba con miedo, sentía las lágrimas saladas quemándome las mejillas y dejando una gran cicatriz, como un hueco en la tierra. Uno de los niños con voz muy aguda me ordenaba: “tenés que ir”, y el coro de los otros niños con voz grave:”debe ir” . Me despierto sollozando, empapada la almohada y digo: voy a ir.
Hasta el año pasado caminamos juntas en la Marcha del Silencio; cada Primero de Mayo nos encontró cantando el Himno . Y en el Palacio Legislativo, con quimioterapia de por medio, casi sin pelo, estuvimos paradas en un muro.
Respiro coraje, ya se acaban los tiempos. Me baño, me perfumo, me pinto. Me preparo como si de un cumpleaños se tratara. Envuelvo en papel verde la botella de vino hecha por mi hijo y que le tengo prometida. Hace calor, transpiro, me duele el estómago. Quedé en llegar a las cinco pero he dado tantas vueltas que se me hizo tarde, tomaré un taxi. Ella es tan ansiosa como yo, seguro que ya está mirando el reloj. El ojo de vidrio azul que me trajo de Turquia para conjurar los maleficios parece abrir y cerrarse con los reflejos del sol. Desistí de las flores porque ya me dijo que la hacen pensar en su velorio. Ya casi no come así que nada de tortas. Está escribiendo un libro para sus tres hijas con todas sus recetas, a mano , porque nunca se amigó con la computadora. ¿Le alcanzará el tiempo?
Cuando llego está con L. y él le acaricia la mejilla. En ese preciso instante M. abre la mano para devolverle la caricia y empiezan a llover flores sobre la cama.

6.12.07

Relato de manicomios: Mi primer libro

Mi primer libro

Cecilia Perez

El cinco de octubre de 2003 fui internada en Villa Carmen al borde de la locura.

El médico que me atendió me prohibió terminantemente las visitas.

Todos los días, a las tres de la tarde, cuando los familiares de las demás internas hacían su ingreso, mi madre me enviaba, con alguno de ellos, una caja.

Sentada en un rincón, emocionada hasta las lágrimas, abría mi botín que consistía en masitas, chocolates, revistas de moda y alguna que otra novela.

A cambio yo le enviaba por el mismo mensajero una cartita, contándole mis peripecias del día; en la posdata agregaba siempre “mami, más masitas, más chocolates y revistas, los libros los podemos ir dejando, por el momento no los uso”

Vivir en un lugar como Villa Carmen no es tarea fácil; no tardé en darme cuenta que debía elaborar estrategias de supervivencia.

Resolví entonces que las masitas irían para la gorda Nelly quien corría tras de mí gritándome palabras incoherentes al oído.

La revistas de chimentos serían para Sibila; a cambio le haría prometer que mantendría alejadas de mi a sus compañeras de cuarto, Maruja y Pocha, las cuáles se divertían pintándome el pelo con pasta de dientes.

Los libros los pondría en la mesita de luz con un marcador que iría corriendo según el transcurso de los días, con el fin de captar la atención del siquiatra y que éste pensara que la mía era una buena y culta evolución.

Enseguida puse en marcha mi plan maestro .Las bombas de chocolate y las tarteletas de frutilla silenciaron, para siempre, a la bulliciosa Nelly, quien ahora a mi paso ensayaba amplias sonrisas.

Con Sibila de compinche volví a circular con el cabello limpio.

Todo iba marchando de maravilla hasta una tarde que el siquiatra vino a verme. El doctor ni siquiera me miró, (menos aún a los libros que por él esperaban en la mesa de luz) simplemente se limitó a decir con voz áspera y amarga que debía prolongar mi estadía allí.

.

Abatida, me retiré a mi habitación, un poco antes del toque de queda.

Grande fue mi sorpresa, al encontrar una nueva compañera de cuarto. Era una señora mayor, con el cabello gris perla y los ojos desorbitados, rezaba sin parar en un tono perturbador, casi agónico.

La enfermera que en ese instante le acomodaba las sábanas me miró con aflicción y me susurró “ dicen que cuando le leen se calla”.

El tiempo transcurría lento, los rezos se volvieron gritos insoportables.

Entonces me acosté y tomé de mi mesita de luz “El retrato de Dorian Gray” que mi madre me había enviado. Comencé a leerlo en voz alta y poco a poco las plegarias fueron cesando.

La luz del alba me sorprendió terminando la novela. Fue mi primer libro; tenía 28 años.

Al día siguiente, cuando llegó mi botín, en la posdata de mi carta podía leerse “mami, seguimos igual con las masitas, los chocolates y las revistas pero agrégame muchas novelas de las que a vos te gustan.”

Los veinte días restantes me encontraron sentada, mañana y tarde, bajo el timbó devorando, uno a uno, los libros que con infinito amor mi madre había seleccionado.

Ese universo nuevo, lleno de color y aventura, me devolvió a la vida.



5.12.07

Relato de títeres: Luz de Luna Azulada


Luz de Luna Azulada


Carolina Temesio


Llegó para mi cumpleaños. Venía envuelta en un paquete casero que me entregó Infiernos Azulados con la sonrisa delatora de sus tímidas picardías. Las dos sentadas en la cama con el regalo, mirándolo. Yo sabía que sería algo especial viniendo de sus manos, lo abrí sin trámite. Me quedé alucinada con lo que encontré: un títere bellísimo, con una mirada gatuna, verde, viva, perturbadora. Los ojos estaban hechos con bolitas de vidrio que simulaban muy bien el cristalino, le daban a la pupila un mirar hondo. Venía vestida con un traje largo de terciopelo rojo. La cabellera azul abundante, hecha con muchísimas cintitas de papel crepé, se le movía en olas; al menor movimiento se le alborotaba como una marea enrulada. Tenía una luz especial, de luna, ciertamente.
“Por favor”, exclamé, “¡qué bruja más linda!”.

Infiernos me aclaró que venía con un sobre que abrí con premura y curiosidad, mientras ella se la calzaba en la mano derecha y ensayaba los primeros movimientos de su nueva vida. Nosotras conocíamos bien el significado de los muñecos que hablan delante de una mano. O de las manos que hablan detrás de un muñeco. Recordé aquella comunidad en la India, donde niños y adultos aprendían y resolvían conflictos usando títeres para comunicarse.

Nuestra historia había estado signada varias veces por aventuras que nos convertían en titiriteras de afición. Tiempo atrás, cuando Alada se iba a Canadá le llevé al aeropuerto al Pelirrojito (un personaje entrañable) para saldar un desencuentro afectivo y que la acompañara en su viaje. Era un titerito de dedo diminuto, con nariz roja de payaso, remerita verde a rayas y sonrisa algo tristona. Tenía una personalidad muy especial el Pelirrojito; cuando hablaba en retablos improvisados, rápidamente se hacía querer. Había sido regalo de mi primer novio, que a su vez le había sido regalado por alguien especial para los dos. El sabía que a mí me encantaba y me lo dio cuando decidimos alejarnos; nos unió más. El pobre Pelirrojito estaba acostumbrado a cambiar de mano en momentos difíciles, y con ese cuerpito pequeño que entraba en el dedo índice, había aprendido a decir algunas palabras; de esas que salen mejor de manos que de labios. A ese espectáculo de palabras y despedidas habíamos asistido las dos, Infiernos y yo.

Luego vivimos cosas peores y más hermosas, como cuando nos pasamos un fin de año pegando polifones y pintando animales de colores para una obra que nunca se pudo realizar. El camionero gentil que nos recogió en la ruta 1 rumbo a Colonia, ató muy mal la bolsa de títeres a la caja del camión. Qué congoja tan grande nos invadió al llegar y encontrar que los quince muñecos ya no estaban; habían volado espectacularmente por el aire. El viento les había dado vuelo a los personajes; sin saber cómo ni cuándo, les había conferido vida y destino. Quedó un solo títere de ese titericidio, una jirafa con lunares verdes y nariz redonda que habíamos apodado Girasol, y que fue rebautizada como el Sobreviviente. Lo había sacado de la bolsa para aprovechar el viaje y ensayar una parte de la obra en el camino. Resultó que el Sobreviviente tuvo que inventar para los niños de Carmelo otra obra basada en el infortunio de su vida real. Terminó haciendo apología de orfandad y contando la historia de sus compañeros volados en la ruta.

Todo eso tenía que ver con nuestra historia común de inventarle vidas a personajes de tela, polifon o papel maché. Y ahora salía a escena alguien mas.

Luz de Luna saltó de su mano a la mía, y la vistió de inmediato. Empezó a revolotear por el aire y a repetir hechizos incongruentes, como si la hubieran tenido amarrada en el paquete, o amordazada por décadas. Con sus guantecitos de raso blanco me quitó la carta que yo sostenía en la otra mano. Me aclaré la garganta, buscando una voz aguda, nítida, que se demoró un instante detrás de la fila de dientes como si existiera alternativa. Sin hallarla saltó al vacío por el trampolín de mi lengua.
Leí gesticulando sobre el papelito arrugado, con esa sensibilidad suya que no aprendí, que no aprendo. Seguramente fue entonces cuando me escondió en la mano el secreto añejo que sin saber contuve, apretado. Sus ojos de gata se clavaron en Infiernos, tras hacer una pausa, buscando complicidad. Las palabras salieron como destellos azules, y espadearon entre sí, sin herir la nada mi ausencia.

Relato de bares: El ático


El ático


Juana Flores




Me desperté como casi todos los días en medio de un duelo mudo, desacoplado, solo. Nada que decirle a los que con amor impotente me rodeaban; nada que decirme a mí misma.
La primavera estaba llegando a Montevideo y era imposible desprenderse del baile del plátano loco, del aire traslúcido y de los primeros soles fuertes.
Decidí almorzar encerrada en mi cuarto. No quería verle la cara a Ramona; no podía soportar su gesto de vieja indígena resistente e impenetrable, su olor a hipoclorito en las manos curtidas, su terquedad en ir recogiendo mis bombachas hace 15 años, hace 50 años, hace 300 años, ancestralmente. Le preocupaba que no riera; yo quería gritarle que la odiaba, que ella no entendía nada. También quería patear las paredes a grito pelado, llorar a mares y hacerme un nudo. Pero el bichito de la humedad estaba sellado: una bolita altiva que rodaba desapercibida en el patio enorme en el que jugaban los niños y los perros; las pisadas asesinas cerca, los hocicos amenazantes, la imposibilidad de caminar ligero hacia algún lado, hacia el pasto atrás de las hortensias. No, giraba a un lado y a otro en virtud de estas pataditas, de aquel lengüetazo, vagando encascarado en el desierto de un patio de baldosas frío.
Los tallarines estaban ricos y los comí todos. Luego, me quedé mirando el techo un largo rato hasta que sonó el teléfono. Una voz aguda de mujer que reconocí en seguida: la prima de la amiga de mi amiga. Se presentó por su sobrenombre y me espetó una frase armada con cuidado. Me había mexicaneado al chico con quien salía de vez en cuando y se sentía con una absurda obligación de hacérmelo saber. Emití alguna contestación ácida y escueta, y corté. Aquel tipo atractivo e inteligente, mentiroso y adicto, era el Barba Azul del cuento, pero como me sentía herida en mi orgullo, pensé que no valía la pena advertírselo. Por la misma razón y porque no tenía nada que perder, esa noche me fui a un bar.
Estuve maquillándome durante media hora, remarcando mis ojos oscuros, dándoles profundidad, haciéndolos penetrantes e impenetrables. Me vestí rápido y salí.
La noche estaba deliciosa, dulce. Las flores abiertas por el calor dejaban su estela en cada esquina y hasta los hombres que revuelven la basura parecían amigables. Incluso no desentonaban con las niñas rubias que flotaban dormidas, transportadas en brazos por sus padres bien vestidos.
El bar quedaba a unas cuadras de casa y meterse ahí no tenía sentido. La primera puerta no se notaba porque enseguida comenzaba una escalera encrespada de madera; cada escalón una curva, una forma pulida a fuerza del peso de los cuerpos subiendo y bajando. De hecho, una vez adentro, también se percibían las presencias anteriores. Aunque las ventanas estaban abiertas, la sensación era de estar nadando entre vapor estancado. Pero no en todo el lugar, sino solo desde algunos rincones venían bocanadas algo viejas y húmedas, algo muertas.
Me pedí una cerveza y me senté contra una de las ventanas. La música era buena y una brisa fresca comenzó a mover mi cabello suelto. “No está tan mal después de todo”, pensé sin alegría.
Tuve la impresión de que el ático se había poblado en pocos minutos. Bebí un vaso de cerveza y observé la luna cansada; tan agotada como yo, que sentía mis hombros y pómulos pesando toneladas de acero invisibles. La observaba sin expectativas, ahí colgada en medio de un cielo perfecto, aburrida, llena de polvo y de tedio.
La muchedumbre no me importaba, pero el golpeteo impertinente de un joven de espaldas a mi mesa me importunaba o, al menos, llamaba mi atención. Su pierna izquierda chocaba, a ritmo, contra mi mesa una y otra vez. Dejé entonces la crueldad impávida de la luna y me quedé en su espalda vivaz, contenta diría. Hablaba con otros gesticulando y movía, dale que dale, la pierna. No sentí enojo, sino que más bien me causaba un poco de gracia la situación; pero apenas sí dejé escapar una muequita ambigua que tal vez, para un observador, significaría algo así como un: “¿y este?”.
Por fin Miguel se dio vuelta desplegando una sonrisa enorme y blanca. Para colmo no dudó en invitarme a brindar con su vaso en alto, risueño. Yo le seguí la corriente mientras pensaba que ese tipo no podía ser uruguayo: tenía demasiada luz. Alguna capa de recelo fue ganada por mi curiosidad y aunque me sintiera como un topo bajo tierra, hosco y desanimado, había regresado hacía demasiado poco a mi ciudad. Todavía no había olvidado esa sensación de juego fresco en la charla entre desconocidos fronteras afuera.
Hablamos durante horas. Pasamos el tiempo jugando con las palabras, regalándonos pedacitos de nuestra historia, reconstruyendo de a poco la de todos.
Miguel tiene los pómulos huesudos y la piel tersa y amarronada, los ojos y el cabello muy oscuros, y las manos grandes. Además, se le nota el esqueleto y el alma en sus movimientos algo súbitos e inesperados. Fuma todo el tiempo y saca música de cualquier objeto: un pasto recién arrancado, una sábana y dos cuerdas, una botella a medio llenar, una caldera vieja.
Miguel sólo podía ser medio uruguayo y eso nos mantuvo cerca esas horas.
Sorpresivamente el ático nos dejó solos y junto con la claridad del día volvieron amenazantes mis fantasmas. Huí como poseída por el demonio; corrí hasta casa como si a las 7 los corceles se fueran a transformar en ratones y no paré hasta estar bajo el peso de mi acolchado.

Relato de trenes: El pasajero


El pasajero


Vesna Kostelich


El tren silba y retrocede lento como un dromedario agobiado por la rutina del ir y venir siempre por los mismos rieles. En pocos segundos, el torrente de pasajeros se escurre hacia la ciudad. Sólo un hombre ha quedado en el andén. Es un recién llegado pero tiene la apariencia inocente de quien sigue esperando a alguien que no ha venido.

Usa un traje claro, de color indefinido, entre verde y gris. El hombre lo lleva bien, con elegancia, aunque le queda un poco grande, como si el hombre hubiera adelgazado o como si el traje fuese prestado. El modo prolijo que tiene de moverse así vestido tiene algo del cuidado por las cosas que se adquiere por la carencia y no por la abundancia de ellas.

Ahora se dirige a la salida. La estación cóncava repite el eco de sus pisadas hacia el gran salón.

Se lo ve agobiado, sin ganas de llegar. Tiene la mirada de quien no quiere pero debe acudir a una cita. Pero el hombre parece ignorar el tiempo y camina sin apuro hacia esa ciudad hecha de relojes. Aunque carga solamente una maleta y el impermeable, el peso del alma que arrastra no lo deja ir muy lejos.

Se sienta en el banco de cemento y mira alrededor como tratando de que sus sentidos se acostumbren sin trauma al nuevo destino. Ha quedado sentado en una posición torcida, transitoria, pero no la cambia.

A pocos metros, el viento arrastra los envases plásticos y la basura liviana que se arremolina en un rincón. Dos niños juegan sentados en el piso. El viento les revuelve el pelo lacio. Uno es moreno y su cabello brilla como el de un caballo salvaje. El otro es más blanco que el azúcar. Tienen la misma edad, no más de siete u ocho años. Tiran algo contra la pared, lo recogen y se ríen, ese parece ser todo el juego. Junto a ellos un gato viejo hace guardia. Tiene los ojos vacíos pegados de moco.

El hombre los observa con el mentón pegado al pecho; algo en su mirada ha viajado a otra época, los ojos han adquirido cierta curvatura de asombro o perplejidad como si se recordara a sí mismo o a otros niños en otro sitio y otra época. Tal vez quiera llorar pero no puede o no sabe hacerlo; en cambio, cierra los ojos.

El aire le trae el rastro amargo del hierro de las máquinas y junto con él, el vaho intermitente de la ciudad que está allá afuera. Un poco se recuesta en el respaldo, afloja el puño del maletín y se deja inseminar por la brisa y los datos que ella siembra. El humo de los escapes y el barro sulfuroso de las zanjas, la perfidia de los perfumes caros de las putas caras, la violencia de la grasa de los puestos de comida, el sabor metálico del dinero que va de mano en mano.

En el otro extremo del salón, la puerta mecánica deja entrar el rugido de la ciudad. Es posible que del otro lado, más allá de las autopistas y los puentes, un hombre vestido como él lo espere para extenderle una mano floja sobre el escritorio de una oficina iluminada con luces de neón.

Pero el hombre de la estación no parece querer acudir todavía. Ha quedado anclado en su respiración como un barco hundido en el fondo del mar. Quien lo observara desde el techo abovedado, ratas o palomas, vería un punto sobre el banco de cemento; un punto detenido sobre el guión gris que separa el pasado del presente.

Ahora el hombre incrusta su nariz en el hueco del pecho y levanta un poco la camisa. En esa carpa vive todavía la memoria cálida de lo que fue hasta ayer. Es como abrir una carta de despedida para volver a leerla. Está el hedor de sus sobacos montado encima de un jabón que ya no usará, el aroma puntiagudo y amarillo de la ropa secada al sol, el de su piel que todavía recuerda a una mujer que ya ha empezado a olvidarlo.