29.10.07

Premiada!!!!

Con enorme alegría, recibimos la noticia en el taller de los jueves de que Gabriela Morales obtuvo el tercer premio en el concurso literario del Hospital Británico con su cuento "Lagunas" (una visión muy original de una situación quirúrgica, por cierto). MIL FELICITACIONES, GABY!!! La hinchada, agradecida por los goles de su cuadro...

22.10.07

Texto seleccionado de octubre (taller jueves): BEBÉ LOBO



Bebé lobo


Juana Flores


En la oscuridad se escucha la voz suave, dulce, algo quebrada, de un hombre que no llego a ver bien. Su voz no lucha por un espacio en el tiempo ni toma carrera trémula; se hace presente para mí con una fuerza obvia, como se hace presente la luna llena a la mirada de los amantes nocturnos.

* * *

Estoy “en tránsito”; haciendo tiempo en una ciudad que no conoceré. Descubro la magia de la música en mis auriculares. Las creaciones del hombre de la voz dulce y quebrada me acompañan y no me siento sola. Saco mi cuaderno; comienzo a escribir: “La banda suena mientras la chica de los masajes, a mi derecha, pierde su mirada en el infinito de ventanales gruesos que la separan de la pista, de la noche.”

Recuerdo su última visita. Llegó a casa con un gorro de lana que le tapaba las orejas y un rompevientos oscuro. Atravesó la puerta con la cabeza gacha y mirando a los ojos. Tiene cara de topo pero alma de lobo herido. Subió por un té que luego no aceptó tomar; me hizo reír hasta que habló de su enojo del sábado anterior. Insinúa haber hecho lo que no quería. Fantaseo con varias escenas más o menos tristes, pero luego simplemente me quedo con esa sensación de fraude, de vacío ante uno mismo.

Los viajantes pasan tironeando de sus pertenencias, haciendo rodar sus valijitas y yo sigo escribiendo:

Arquetípico abrazo;
tu boca en mi cuello,

y el pecho que sube y que baja.

Tu cabeza en mi regazo;

engarce de brazos y manos.

Una paz, un mimo, una cercanía.


Al lado mío dos mujeres cuidan de un bebé, igual que lo hacía yo con mi amiga Alicia cuando jugábamos a las muñecas. Las observo absorta en la poesía de las canciones. Me acuerdo de Cohen, y después de Whitman, y siento que escribir es tan natural como el bebé, como la desazón de la chica de los masajes, como el aullido que no escuchamos, pero intuimos, tras los gruesos ventanales.

* * *

En medio del pecho siento un calor desmedido, el corazón me late a una velocidad inusitada. Es miedo al miedo separando poco a poco la epidermis de mi cuerpo, alejándome de mis límites físicos. Es el recuerdo del miedo actuando con una premura y en forma ingobernable para la mujer encerrada. Ella abre las ventanas, se moja la cara, se quita el abrigo, se bebe un trago fuerte. Ella sabe que todas las acciones inevitables, irremediables, necesarias para una supuesta supervivencia, no hacen más que alejarla de sí, de mirarse a la cara, de encontrarse y abrazarse.

Por fin suena el timbre. La voz suave del otro lado; un alivio.
Me pongo una remera de manga larga, algo más acorde a la temperatura ambiente, me seco la cara e intento semejar cierta normalidad. Imposible. Ya lo había llamado veinticinco minutos antes, contenida pero desesperada.

Ahora el abrazo no es arquetípico; es envolvente, es salvador, es necesario. Intento desarrollar en palabras un esquema comprensible pero sé que es como querer atrapar sus noches de lobo. Lo importante es que mi mano derecha se zambulle en medio de un pecho caliente, de un nido que calma mi corazón embravecido.

Mientras tanto, imagino que podríamos darnos amor como los gatos. Ellos levantan las manitos y se tocan, enroscan los cuellos, sacan las garras, se alejan y erizan la cola, vuelven olisqueándose, pendientes uno del otro, amando la libertad, gustando de la noche, de exhibir su belleza, de darla. Y sin embargo con ese dolor ineludible de la vida.

Yo los entiendo demasiado. Soy otro gato deseoso de meter constantemente mi cabeza en un cuello protector y amante, en un cuello que huela a piel lavada, a dulzura triste, a hombre con mirada profunda y olor a madera. Pero no somos gatos y conozco bien esos cabeceos de felino.

Entonces me separo y voy por mis escritos. Elijo algo y comienzo a leer. Estamos cerquita pero mediados por objetos, protegidos por ellos. Me doy cuenta de que me patina algo la lengua y me causa gracia. Él también ríe. Por un rato no hay bebés, lobos ni gatos. Solo nos disfrutamos, mientras la luna llena brilla afuera para otros.

Relato de cárcel: Batallas mínimas

Batallas mínimas

Ana Arjona


La mañana está clara, azul, casi de fiesta. Desparrama frescor y sin involucrarse, acompaña mis pasos que vienen despertando las baldosas y los árboles dormidos, de una calle de barrio, en Punta Carretas, tan larga y a la vez tan corta, en este sábado de guerra.
Me detengo ante el puesto de flores. Todavía es muy temprano. La feria está casi vacía. Rayos oblicuos y empolvados caen sobre las lonas. Soy una de las pocas personas madrugadoras. Pero es que esta es mi rutina de sábado: comprar lo único vivo que logra pasar la requisa. Y llegar a tiempo.

Allí están, somnolientas, igual que siete días atrás. Algunas todavía muestran las gotas de agua de la regadera, como prismas cristalinos sobre los pétalos. Me invade la belleza oscura y apasionada de las anémonas, sus capitas de seda, sus sombreritos negros. Cantan las estrellas blanquísimas de las ilusiones despatarradas entre los alambicados y frágiles tallos, temblando por ser elegidas. Las marimoñas, más pertrechadas de gasas que sus compañeras, ofrecen sus mejores trajes de ballet en procura de seducirme. Sufren las varas de nardo por no tener la flexibilidad de las margaritas o de otras descocadas, pero igual me cautivan con su aroma secreto.

Elijo y me marcho segura. Sé que un pedazo de vida se colará entre los barrotes y los muros como un llamamiento radical a la belleza, como una apertura al aire libre de los campos.
Voy pensando que un pequeño pimpollo tiene la posibilidad de madurar, abrirse, transformarse y contrabandear sensaciones, perfumes. Que un tallo, una hoja o una flor, infiltrará en la celda lo no dicho, la peligrosidad de lo natural, el devenir que esconde la semilla, su fuerza, su futuro marcado por otras leyes que no podrán ser abolidas ni deformadas, ni ocultadas, ni forzadas por decreto. Voy creyendo fuertemente en ello, pero con cara ingenua, no sea cosa que me delate el brillo de los ojos o la contundencia de los pómulos. Voy conspirando.

El aire aún está húmedo. Algunas baldosas retienen un halo oscuro en los bordes.
Paso frente a la iglesia con alegría alerta. Sé que allí, y también en el quiosco de enfrente, todavía se practica el amparo. Un rápido recuerdo me lleva hacia los sacos y gabardinas que surgen nadie sabe de dónde. Préstamos solidarios, que acuden prestos a cubrir algún escote perturbador, alguna falda corta, algún vestido o pantalón apenas insinuante, para desactivar el goce prepotente del manoseo de la guardia, la mordida de rabia e impotencia en el corazón. Oigo volar las campanadas rebotando entre los edificios altos de la calle, pautando el tiempo, regalando normalidad a la mañana.
Cruzo en la esquina y ya no puedo volver a subir el cordón. Transito por la calzada, paralela a la vereda. Nadie puede pisarla, está prohibido. Una sonrisa interior se suelta y me recorre. Es bueno y sano saber que no me pueden quitar esa libertad.
Llego frente al portón de entrada del penal, vuelvo a subir la vereda y enfilo hacia él. Camino sobre las grandes lozas de granito gris y rosado que me siguen pareciendo nobles y ajenas al camino que trazan. Las siento casi pedir disculpas. Están gastadas de tantos pasos, de tanto ir y venir adusto.
El aire se va cargando de murmullos desafinados. Tampoco los arbustos, ni los ceibos, ni las palmeras disfrutan del lugar en que les ha tocado crecer. Un leve escalofrío me eriza la piel, aunque estemos orillando el verano. Las cosas van perdiendo color a medida que me acerco a la alta verja. Detrás se alzan los muros, centinelas grises y prepotentes. Y muy por detrás el cielo encajonado.


Paso bajo la arcada y me dirijo al ala izquierda para depositar el bolso, las flores y las cartas. Lo hago de manera sutil, con firmeza y dignidad, pero de modo tal que no pueda ser tomado como un acto de independencia. Logro esta vez esquivar el malhumor y el destrato metódico de la funcionaria que con los lentes colgados de una piolita, el pelo mal recogido y el uniforme arrugado, parece que estuviera esperando que algún día pase su mala racha.

Allí, me siento en uno de los dos bancos de madera clara, lustrados a fuerza de esperas, cruzando los dedos del alma, para que las otras cartas, las que espero, hayan pasado la censura.
El trámite puede llevar horas, y sólo obedece al propósito de molestar, humillar, hacerte sentir que ni tú, ni tu tiempo, tienen valor. Mostrar el machacón poder de cambiar cada día los códigos. Para que pierdas la huella, desconozcas de qué se trata y nunca sepas dónde estás parado.
Nosotros somos el ratón, ellos el gato. Pero a veces el ratón se agranda.

Suena una clarinada impresionante en el aire estanco, aún mojado.
“¿Quién es este tipo que puede hacer estallar las paredes, dulcificar el día, transformar el cuadrado inamovible del cielo en una maravillosa lámina de luz?”, me pregunto a pesar mío.
La música trepa los muros en las notas del viento y se marcha sin que nadie de los que mandan se percate.

Me avisan que me concedieron la audiencia que pedí con el director de la cárcel.
Respiro hondo. Me paro. Me concentro en la fortaleza y en la sagacidad que necesitaré para argumentar.
Atravieso el patio de piedras que separa el cinturón de los muros de entrada, del contundente edificio. Detrás de él están presos la sangre, los corazones y los cuerpos de otros muchos.
No sus pensamientos, no sus amores, no sus ansias. Y él está entre ellos.
Imagino su sonrisa iluminada y me preparo para, dentro de instantes u horas, lograr una visita especial.

Uno de los policías que hace la guardia, me señala la puerta de la oficina del director.
Entro despacio. Un escritorio grande de madera oscura, una mole cuadrada sin gracia con un sillón de brazos detrás, está enfrentado hacia la puerta, y una sillita, de espaldas, más baja, casi enclenque, parece estar esperando a su víctima.
Es una sala amplia, algo oscura, creo que por las estanterías llenas de libros, que intentan contar algo que desestimo al instante. Hay estatuillas, banderines, papeles, legajos, frases del prócer descontextualizadas, como les gusta ostentar, y un olor pesado, opresivo, que parece envolverlo todo.
Con una media sonrisa que nadie le ha pedido, el director me tiende la mano. Ese gesto parece fuera de lugar, pero se la estrecho, cómo no, mientras sus ojos impávidos trabajan en la radiografía de quién soy, clasificando, intimidando y a la vez señalándome la sillita.
Es alto, la cara cortada a cuchillo, la piel aceituna. Se sabe elegante y poderoso, pero lo disimula detrás del movimiento lento de su cuerpo.
Toma asiento. Del otro lado de la mesa, parece más alto, más erguido.
Comienzan las preguntas.
-Usted sabe que no le corresponde esta visita, -me espeta.
-No la común, claro. Por eso le estoy pidiendo una especial, -le contesto, tratando de que mi rostro se vea impasible pero suelto, que mi mirada sea inteligente pero no tanto que se transforme en sospechosa, que mi cuerpo esté firme pero no orgulloso, que mi voz sea serena y no me traicione.
Algo pasa en su mirada. Espero.
Somos dos equilibristas enfrentados, balanceándonos en una misma cuerda, intentando un diálogo que sabemos imposible.
-¿Por qué cree que debiera concederle la visita?- insiste, mientras alcanzo a percibir un dejo de interés en la voz y una pizca de luz en los ojos.
-Usted sabe que hace meses que no he tenido una,-le contesto sosteniéndole la mirada casi con ingenuidad. -También sabe que puede corresponderme. Por eso,-insisto algo subida en los pedales-he pedido la entrevista.
Después me quedo en silencio y pienso que tengo que lograr convencerle de que necesito esta visita, pero no tanto que le sea placentero negarla. Aún más, que él, mesías todopoderoso de esta cárcel, de este reino policíaco y absoluto, se autoconvenza de que sería bondadoso, su buena acción del día, levantar el pulgar y otorgar casi con emoción este pedido mínimo.
Sigo a la espera. Y algo me dice que he dado en el blanco. O que hoy, el azar nos ha tocado.
Se levanta, sale sin despedirse.
-Suban al preso,-le ordena a la guardia.
-Tiene quince minutos,- le oigo decirme por encima del hombro.

Miro la escalera desde la altura en donde estoy, y parece no terminar nunca. Es ancha y larga. Allá abajo, todo se oscurece, se ensucia, se confunde. De pronto, desde el vano de una puerta que se abre, lo veo avanzar entre dos policías. Algo en su andar me parece raro y me doy cuenta de que viene esposado, con las manos a la espalda, y que no tengo recuerdo de esta forma de andar. Una tensión espesa en al rostro y en la mirada me hace casi desconocerlo, mientras comienza a subir de uno en uno los escalones flanqueado por los cancerberos.
Apenas se suaviza cuando, ya al lado mío, le quitan las esposas y me oye susurrarle alegremente:
-Tenemos quince minutos de visita sin rejas, -como si fuese todo el tiempo del mundo.

18.10.07

Texto seleccionado de octubre (taller miércoles): DESPEDIDA

Despedida

Cecilia Perez





Mi hermano murió una fría mañana de abril a los veintitrés años.

Cuando su respiración se volvió entrecortada, tomé su mano con fuerza y la aferré entre las mías, como desafiando al destino en una batalla que ya sabía perdida.

De pronto, ya no pudo respirar; rodeé entonces con mis brazos su cuello pálido, acaricié su lacio y renegrido pelo, y llené sus mejillas de desesperados besos. Miré su rostro, una y mil veces, olí su piel intentando retener para siempre su delicado aroma.

Me acurruqué en su pecho, primero cálido y luego ya frío, y así permanecí, en el más profundo silencio.

*

Ya entrada la tarde, caminábamos lentamente por entre las tumbas, con los ojos tristes, las mejillas rojas, las cabezas gachas.

El silencio inmenso sólo se rompía por desgarradores llantos.

Llovía, el agua caía sumisa en diminutas gotas sobre panteones, cipreses y deudos que la recibían también con actitud obediente y resignada.

El aroma de los pinos y de las flores se mezclaba dando un aspecto primaveral a ese otoño desolado y gris.

Mi madre, ataviada en un riguroso traje negro y con gran compostura, presidía la marcha. Unos pasos detrás lo hacía mi padre, con el andar sombrío y los ojos atormentados.

Cuando el féretro fue cubierto por el último trozo de tierra no pude evitar gritar de dolor y de espanto.

Relato de arrabal: La tanguería


La tanguería


Carolina Temesio


En la puerta hay un cartel que reza “Paze”. Cada vez que lo leo me lamento de no tener una lapicera, para escribirle encima una S. El cuida-coches en la puerta da la bienvenida con aires de exclusividad y protocolo. La escalera de mármol empinada, con peldaños rotos y manchados, conduce al cielo. El olor a humedad y encierro le reverencian al unísono a quien emprenda el ascenso.
La casa antigua, en penumbra, con pisos de tablas desvencijados y cortinas de voile amarillentas, envuelve en acordes de bandoneón salidos de un parlante en la punta de la pista. Un espejo al fondo, multiplica por dos a las pocas parejas que se mueven cadenciosas dibujando efímeros firuletes. Macuca, detrás de la barra de madera, domina la escena con sus pechos imponentes proyectados hacia delante, como dos miras telescópicas; el pelo rubio teñido a la fuerza sobre la tez morena, los labios repintados. Sirve copas, mandonea a la muchachita que atiende las mesas, y administra la gloria de quienes se agachen a suplicar un poco de su gracia.

Llego los viernes, cuando la noche ya esta mas exprimida y seca que un limón, a la hora en que para conseguirle algo de jugo hay que apretarle la cáscara. Los dueños de la noche siempre son otros. Distintos cada viernes, pero parecidos. Distintos también de ellos mismos a la luz del día. Me entretengo solo, con las historias que imagino tejiendo a partir de señas sugeridas por la escueta realidad que se ve. Desde algún rincón les guiono la existencia, mientras sorbo a discreción alguna lagrima caída del cielo de Macuca. Esta noche al entrar, planeo la mirada en la penumbra para ver quien la habita y buscar mi hueco. Si los personajes que me encuentro aquí no existieran, eso sí, jamás podría inventarlos.

Un petiso compadre, con el pelo aplastado de gomina y sudor, todo vestido de negro desde el cuello hasta los pies, baila envuelto entre las carnes de una gorda que lo triplica en humanidad. Con la cabeza casi enterrada entre los pechos de su compañera, la hace mover siguiendo el compás de la orquesta que suene, con delicados gestos de manos y rodillas diminutas. Aquella mujer parece un contrabajo enorme y obediente ejecutado por un grillo de luto.

Otro bailarín, espigado, flaquísimo, con cara de semilla y gesto de pajarito, de pantalones vaqueros casi cayéndose, abraza a una joven mujer, morocha de pelo corto, vestida con pollerita estampada y por debajo calzas y sandalias artesanales. La hace girar con destreza acrobática. Ella, con levedad de mariposa, sube, baja o se detiene para interpretar el silencio entre dos acordes, con gracia infinita.

En la habitación contigua, la luz de una portátil ilumina una mesita redonda con mantel hasta el piso, ceniceros de porcelana y vasos de plástico. Dos varones, contra otro varón y una dama, dirimen una partida de truco. La mala estabilidad de los vasos y los manotazos al mazo de cartas ha hecho derramar ya varias veces el vino sobre el mantel. La muchacha de Macuca les trae alguna vitualla: un platito con una pizza cortada en pequeños cubitos, y otra jarra de vino de la casa, que no puede dejar de surtir las gargantas.

Al fondo del salón principal, sentado sobre un taburete y casi desparramado sobre el mostrador, el cantor confiesa sus penas de amor ante el altar de Macuca. El gorro apoyado en la barra, debajo de una mano, en la otra mano la copa algo inclinada, apenas despegada del mostrador por los escasos centímetros que se separa de su boca. La música se le descuelga como de una tormenta divina pero lastimera. Y le purga el alma de sus contenidos. Macuca lo escucha, sin perder de vista cada movimiento de la pista. Con el rabillo del ojo domina también la otra sala; los ires y venires de la muchacha; las manos por debajo del mantel de un señor muy formalmente vestido y una chica con mirada de barrio, en otra mesa más alejada. Con su sonrisa congelada escucha al cantor, con el gesto quieto pero dejando los ojos libres para ir y venir escaneando cada situación que preside con imponencia. Un gato blanco y gris salta de su falda al mostrador, y luego aterriza en el piso para desaparecer detrás de una cortinita que se podría presumir conduce a una cocina. El cantor pide ahora un anisado, se templa aún más el garguero, que no se le entibia, como el recuerdo de las ventanas mal cerradas de su casa de pensión.

Ahí estoy, contemplando escenas que animan la letra de un tango, cuando lo veo surgir en la punta de la escalera. Como detenido en el borde de un círculo invisible y midiendo el tamaño del paso a dar o ajustando la pupila a la poca luz. Al principio dudé si sería el. ¿Cuantos años, 20? 30? Qué sé yo. Infinitos. Cargaba un bolso pesado y su silueta era delgada y completamente gris. Avanzó lento, primero hacia una mesita alta y redonda ubicada en diagonal con la escalera, y en la mitad del trayecto torció decidido de dirección y avanzó hacia la barra donde estaba el cantor. Descargó su bolso y me retuve de interceptarlo de inmediato. Dejé que fluyeran unos minutos integrándolo a esas escenas que acostumbraba a husmear con deleite, para disimular mi soledad. Lo vi gesticular, acomodarse el jopo entrecano, dialogar con el cantor a quien parecía conocer. Avanzar hacia él, era para mi como retroceder en el tiempo. Algo me inmovilizaba, cierta reticencia a encontrarme con el que fui para otros, o peor aún, encontrarme con el que soy ahora descubierto en mi presente.

Crucé por el medio de la pista, sabiendo que es ley tanguera que se debe bordear para no importunar a los bailarines. Me senté en la barra a su lado y, aprovechando que me daba la espalda, le dije en un susurro: “Pimpo Corrales, entregate”.

El Pimpo se volteó y de la sorpresa atinó a sacarse el gorro. Estaba viejísimo. Vi como le brillaban los ojitos azules, que eran la única e intensa nota de color de su estampa. Me abrazó lo que duró el final de una milonga, para volver luego a mirarme y certificarme vivo. Un muchacho cargando un teclado me pidió permiso con aliento a marihuana. La pista se había llenado de bailarines; la volví a cruzar ahora seguido por el Pimpo con el bolso. Por el apego entendí que se trataba de su bandoneón.

En ese instante en que nos acomodábamos en las sillas empezó a sonar Farabute y no pudimos articular palabra como en rito, hasta que el troesma terminara de cantar la letra del canillita Casciani. Se notaba que ninguno quería hincarle el diente a los quilombos familiares que nos unían y nos distanciaban. Para mi tranquilidad, él seguía llamándome primo, y yo a él tío, como había sido siempre y como le convenía a cada uno para rejuvenecerse frente al otro. Que esa naturalidad se conservara me daba cierta paz. No la nombró para nada. La nombré yo, a propósito, hablando de la herencia que le había dejado un primo suyo, un campito de morondanga después de Blanquillo, pasando el repecho y casi llegando a Zapucay. No me fui en detalles porque él conocía esos camino mejor que yo. Pensé por un instante que los destinos habían quedado mal barajados en su contra. Que de pura casualidad yo había cantado flor, y me había quedado con una prenda que no era mía. Para peor me había durado menos que una botella de amarga en el placar, y que por llevarme la baraja, me había tenido que ir del pueblo. Se sabe que con mazo incompleto no juega nadie.

La gorda que había bailado con el petiso vino a invitarlo a la pista. Cuando se nos acercó vi que llevaba unas delicadas medias de red y tenía cara de rusa, y un hilito de sudor en el escote. El Pimpo Corrales no era milonguero, era de escuchar la orquesta quieto, pero no le permití que la rechazara. Mientras le ofrecía su baile de marcados y sobrios vaivenes, reconocí la humildad y maestría con la que hacía todo. Me arrimé al mostrador. Macuca dejó escapar la sonrisa triste de quien ya ha leído enterlíneas lo que no esta escrito, le pedí mas trago.

Vi que al fondo, la partida de truco había culminado. El cantor y el tecladista se acomodaban ahora al fondo, frente al espejo en un escenario improvisado. Ahí, una silla vacía lo esperaba al Pimpo, porque el bandoneón se toca sentado, con la cabeza gacha, y como mirando para adentro.

17.10.07

Relato de hospitales: Noche


Noche


Machi


La subimos al Fitito descascarado de mi prima como pudimos, una de cada costado. Ella iba flotando, entre cánticos, con su melena alborotada, sus cachetes rojos. Impresionaba su mirada de india perdida, desgajada. Yo le acariciaba la mano fría, rígida por la medicación. Miraba hacia afuera y se notaba su fuerza desbocada, la pérdida de conexión conmigo y con el resto. Yo también estaba rígida, de dolor, los ojos duros, sin pestañear, ni una sola lágrima, mi mente en mil cosas: en las uñas de ella impecablemente pintadas, en el anillo, que es mío y ella usa siempre. Pensé en papá que nos estaría esperando, con su olor a menta , el olor que le siento cuando algo grave pasa. En mamá que se quedó cuidando a la niña.
Habla sin parar cosas incoherentes y mientras lo hace se sonríe apenas. Habla del ángel de la guarda, de los seres que la habitan. En el viaje yo trato de arreglarle el pelo, le paso suave la mano por la mejilla y por un segundo se recuesta en mi hombro y solloza. Enseguida se pone a cantar cosas incomprensibles.
Yo sigo dura, no hablo, casi no respiro. Sigo recordando esos días de vacaciones, tengo que pensar en cosas buenas.
El viaje es largo, el Musto queda muy lejos del centro. Es la primera vez que la internamos, hay que protegerla. Estoy convencida de que es lo mejor para ella pero no puedo aceptar mi limitación para ayudarla. No tolero verla delirar y colgando del mundo como si fuese una cometa sin hilo. Esta vez ni siquiera yo logro que tome los medicamentos, es una especie de huracán que nos arrastra a todos.
Tal vez si estuviéramos solas yo podría mejor con la situación. Pero no estamos solas y no queda lugar para lamentos. Quisiera acurrucarme en la rama de un árbol y sentir el sol en la cara, quisiera escuchar pájaros pero es invierno, la gente camina tapada de lanas, de bufandas que acompañan al viento.
Ya es noche cerrada cuando nos aproximamos al lugar, nunca antes había estado aquí. Impresiona como una cárcel, tiene vidrios por todas partes y algunos puntos luminosos
La tengo que ayudar a bajarse del auto, habla arrastrando la lengua pero en cuanto ve la construcción me dice: “¿acá voy a empezar a trabajar?. Le paso mi brazo por el hombro y le digo que si, que hay muchos enfermos para que ella cuide. Papá está en la puerta . Ha envejecido cien años, nos abraza a las dos y yo lo repelo como si me hubiese acercado a un cable pelado. Si me dejo abrazar me derrumbaré. Me pongo fría, tan fría que no me reconozco. Le digo que no es forma de ayudar esa. No hay que quebrarse , ella nos necesita enteros, murallas, fuertes. Mi pobre padre dice que tengo razón y entre los dos la llevamos para que la ingresen.
Subimos dos pisos hacia una sala vacía, le inyectan algo y ella no quiere acostarse, a los tumbos camina queriendo reconocer el lugar. Hace veinticuatro horas que no duermo y que no veo a mis hijos y que no como ni bebo nada. Me siento tan sola, tan abandonada , enfrentada a tener que tomar estas decisiones. El silencio me aturde, me gustaría escuchar algo de música. La recuerdo pasándose a mi cama porque había monstruos que le daban miedo. Se abrazaba fuerte a mi cuello y su respiración caliente y corta me hacía cosquillas, yo la acariciaba y se iba tranquilizando hasta quedar dormida. Recién ahí podía desprenderme de su abrazo y sigilosa pasarme a su cama para descansar mejor. Muchas veces presentía mi partida y otra vez me abrazaba fuerte hasta que el sueño me vencía a mi también. Llega Luisa a acompañarla para que yo descanse. A veces ella recupera un poquito de luz, y vuelvo a mirarme en sus ojos de niña, ella me reconoce y me abraza. Le prometo que mañana a las siete estaré allí , con ella. Se cierra la puerta y el vigilante pasa la llave.
Bajo las escaleras casi corriendo, la noche y el viento me reviven y entonces la veo haciéndome chau desde aquel ventanal gigante, que por momentos se la traga, igual que la locura.
Cuando encuentro un árbol puedo por fin recostarme y empiezo a llorar. Mis sollozos son una especie de lamento de animal herido, luego se hacen gemidos, tenues, cortos. Respiro casi a mi ritmo normal, entonces me seco las lágrimas con el pañuelito perfumado que ella me puso en el bolsillo y empiezo a caminar.

15.10.07

Catarata de textos destacados en los talleres!

Con mente optimista, presentarse a un concurso literario implica un 99.7% de posibilidades de que no pase absolutamente nada. Eso sí, si algo es seguro es que el otro .3% restante sólo es posible cuando uno se presenta. Claro, sabemos que no todos los concursos se manejan de buena fe, a veces responden a políticas editoriales, e intervienen todo tipo de factores extra literarios que pueden llegar a determinar que textos excelentes sean ignorados cuando otros, mediocres o comerciales, son aplaudidos. Pero la chance siempre está –en tanto se compre el billete de lotería–, y finalmente lo importante es el entrenamiento interior de presentarse, el proceso de lograr hacerlo, el desapegarse del resultado.

Con esa visión, que es la de esta propuesta creativa, hoy podemos celebrar un montón de premios o destaques de participantes de los talleres de Gabriela Onetto en los últimos meses. El de Mariela Etchart, participante del taller de historia personal de febrero y del taller virtual de mitología y escritura, en el concurso de Cooperativa Bancaria y Biblioteca Nacional, con mención entre 720 relatos. María Inés Dorado, participante de historia personal 2006, con mención en el concurso Paco Espínola que tuvo una inesperada participación de más de mil relatos. Gabriela Morales, del taller presencial de los jueves, que resultó finalista en el concurso organizado por el Hospital Británico (y en cuyo jurado está el excelente escritor Rafael Courtoisie). Vesna Kostelich y Ana Arjona, también de los jueves, finalistas en el concurso internacional organizado por Schering y Editorial Santillana, "Mujeres con hormonas", junto a la propia Gabriela Onetto. Estos últimos dos concursos tienen aún pendiente el anuncio de su fallo, pero por aquí los festejos por las distinciones ya logradas han sido abundantes! Felicitaciones, especialmente a quienes logran el primer estímulo en un concurso y serán publicadas por primera vez: que sirva como motivación para mostrar lo que escriben y presentarse a nuevas convocatorias... por aquella remota posibilidad del .3% que sólo puede entrar en juego *estando allí*!!!

Con permiso de las autoras, próximamente iremos publicando estos textos aquí en la Bitácora del taller. Menudas escalas en el viaje...