17.5.07

Texto seleccionado de mayo: DAMIEL Y LA TRAPECISTA





Damiel y la trapecista

Vesna Kostelich


Crecerán alas nuevas
en lugar de las viejas alas.
Der Himmel über Berlin


La descubrí en la penumbra, sentada al final de la barra del bar (no fue como la primera vez, cuando ella volaba en el trapecio; entonces creí que era un ángel). Ahora estaba sola, sin aparejos ni disfraces y no parecía esperar a nadie. Miraba sin ver hacia un lugar remoto detrás de los espejos.

Azul de luz negra, la melena caía hacia un costado en la misma dirección que la mueca de su rostro. El lugar estaba lleno; algunos chocaban con su cuerpo como con un obstáculo. Pero aquella mujer no se molestaba, se dejaba sacudir blanda y quieta como una muñeca de trapo.

Me pareció más triste que todas las mujeres tristes que había visto en la historia de la humanidad. Pero ya no podía oír sus pensamientos como antes. Parado a sus espaldas, cerré los ojos y escuché el lenguaje de su aroma. Me dije que daría la eternidad por comprender ese idioma ácido y primitivo.

Sin atreverme a tocarla, me asomé por encima de su hombro.

Ella hacía girar el líquido en el vaso. Y yo, que fui testigo de la explosión de vida en los océanos, que conocí el enigma de las profundidades, sentí que podía ahogarme en la marea ínfima de aquel cristal.

Sabía su nombre y su biografía, había visto uno por uno los fotogramas de sus recuerdos; registraba el número de sus cabellos y la geografía oculta de los lunares de su piel. Sin embargo, todo en ella era un misterio.

Mis pensamientos flotaban en silencio y se perdían en serpentinas hacia ninguna parte. ¿Cómo decirle que había dado el mayor salto mortal que un ángel puede dar?

Al mismo tiempo supe que me faltarían las palabras y que a veces no son necesarias. Fue cuando en el espejo nuestras miradas se encontraron.

Me quedé pegado a su espalda. Ella recostó su cabeza en el hueco de mi cuello.

Pasó un instante. O el infinito, no lo sé.

Jamás, hasta ese momento, había tenido miedo de morir.

Relato de abuelas: De tu mano


De tu mano

Juana Flores


“Es hora de ir a dormir”, me dijo la abuela. Hace un rato, ella me había bañado y ahora yo estaba en el cuarto de la tele sentada en uno de los sillones verdes.
Se me cierran los ojos. Siento la mano de la abuela que tironea de la mía. No llego a bajar al piso; el tirón solo me arrastra un poco hacia delante del sillón haciendo que mis rodillas se flexionen. Es que tengo tanto sueño que se me cae la cabeza. Debo hacer un gran esfuerzo por estirar el otro brazo en señal de súplica. Por suerte ella comprende y me alza. Es fácil prenderse a la abuela; ella me sostiene la cola y yo me abrazo a su cuello, apoyo la cabeza en su hombro y me olvido de todo. Me encanta viajar dormida a upa sintiendo el perfume de la abuela. Lo malo es que se termina.
Ya llegamos al dormitorio de ella y del abuelo, y me baja al piso. Hay que tender la cama. Intento ayudarla parándome contra a la mesa de luz y sostener las sábanas cuando ella las lanza volando desde la otra punta del colchoncito. Después de las dos sábanas, viene una frazada y por último, una colcha de colores.
Salto a la cama grande y me meto adentro. La abuela me mira con cara de reprobación pero ya no discute; sabe que no voy a acostarme hasta que ella no se ponga el camisón, vaya al baño, se saque el collar de perlas frente al espejo de la cómoda y me diga: “bueno, ahora sí vámonos a dormir”. Ahí empiezo a prepararme. Todavía falta buscar el vaso con agua en la cocina, apoyarlo en la mesa de luz y sentarse al lado mío. Entonces le doy el lugar y me paso a mi cama de colores en el piso. Ella se toma alguna pastilla, se estira boca abajo, me da la mano y apaga la luz. Así, de la mano de la abuela, yo me duermo.

* * *

La abuela me había obligado a acompañarla al supermercado.
Mientras ella se pinta los labios gruesos en el espejo, yo me abrigo a regañadientes observándola. Adentro de mi uniforme gris, me siento un escuerzo; es decir, algo desconocido, mezcla de flacura y fealdad al que se parecen todas las flacas feas de las que habla mi hermano con desprecio.
Caminamos los pocos metros que nos distancian del lugar e ingresamos al enorme galpón de luz brillante. Si miro al frente, intentando seguir a la abuela que, de tanto en tanto, manotea alguna cosa hacia su canasto de plástico amarillo, los colores frenéticos de los productos en las góndolas se transforman en un solo gran color indistinguible. Ella, además, habla. Habla todo el tiempo y pretende que yo le responda; pero su voz intermitente de puntadas histéricas, se pierde en medio de los carros metálicos, las pastas de dientes y los algodones.
De pronto, la veo cuchicheando con un joven vestido de blanco. Siento una vergüenza infinita y me mantengo alejada. Luego la abuela me mira por un segundo y masculla un callado “dale, vení” alzando las cejas. Los sigo a los dos, que ágilmente y en fila india, esquivan gente como se sortean obstáculos en el primer nivel de un videojuego malo. El destino es una pequeña puerta escondida tras unas palmeras falsas que adornan la zona de las frutas, con un cartel que dice “privado” y que el joven de blanco amablemente abre para nosotras.
Es un baño. Entramos a la piecita y cerramos con tranca. Quedo atónita mirando a la abuela. Ella, sonriente, saca del bolsillo de su tapado rústico una caja azul y blanca con un Ricardito adentro. Sin emitir comentario, abre la caja, descubre el aluminio que recubre al enorme bombón, lo mira por un instante y se mete medio merengote bañado en chocolate en su gran boca roja. Mientras lo saborea con bigotes blancos y ojos cerrados, estira el pedazo sobreviviente hacia mi cara intentando hacerme cómplice de todo aquel asunto. Apenas alcanzo a comer algo del postre, que ella ya me lo está arrebatando entre risas y muecas de silencio. Devora y dice “shhhh”, al tiempo que tira de la cisterna y arruga el envoltorio en su bolsillo.
Al salir del cuartito, noto incrédula los restos delatores en las comisuras de sus labios. Súbitamente tomo coraje, agarro a la abuela de la mano y le agradezco al joven de blanco por la gentileza. Nos perdemos nuevamente entre las góndolas.

* * *

Papá estaciona el auto de punta contra la vereda a rayas. El día está despejado y el mar, frente a nosotros, tranquilo. No es verano aún. Al descender, siento el aire frío en la cara y me cierro la campera hasta el cuello.
Caminamos unos metros en silencio hasta encontrar la primer escalera que comunica con la arena de la playa querida. Al llegar a la orilla, nos reunimos alrededor de la pequeña caja de metal que mi tío transporta cuidadosamente. Cuando la abre, yo tomo dos puñados de abuela.
Me alejo de los demás y camino con ella en mis manos. Vamos juntas, de la mano, ella chiquita y enorme, yo solo chiquita. De a poco logro alzar la vista: a la derecha la ciudad, a la izquierda el agua. No quiero soltarla y camino. Doy la vuelta como cuando uno sale a pasear de vacaciones y sin una razón clara en cierto momento gira y vuelve a su sombrilla. Ahora puedo ver a los otros. Cada uno se desprende de la fracción de polvo lascoso que había agarrado. Vuelvo a girar; no quiero verlos.
Me acerco al agua y junto mis manos a la altura del pecho. Me despido de la abuela. Después, en algún momento, abro mis manos y la veo volar lejos.


* * *

Primero se me apareció en medio de la noche. Me desperté sobresaltada y sudorosa, tanteando a oscuras la mesa de luz. Algún pensamiento oculto me había dejado un hueco en la mitad del pecho y esa sensación de guerra perdida, de cansancio en cada músculo. Al encender la lámpara, busqué desesperada adentro del cajón, como un ladrón que no conoce lo que revuelve; sin cuidado ni amor fui desprendiéndome de papeles, cartas, remedios, hasta que di con el collar de perlas de la abuela. Estaba ahí suelto en medio de aquel basural infame, brillando. Una víbora pura y blanca, poderosa, que tomé entre mis manos segura de que me cuidaría el sueño.
Apenas dos días más tarde, sentí vibrar el teléfono dentro del bolsillo interno de mi abrigo. Fue una especie de cosquilleo a la altura del corazón al que no pude responder a tiempo. Mientras el quiosquero me daba el vuelto, yo me apuraba en abrir los botones rústicos de lana sin éxito. “Abuela”, señalaba la llamada perdida en la pantalla verde fluo. Guardé el vuelto y me quedé ahí parada en la esquina más ventosa del barrio con el Ricardito recién comprado en una mano y el teléfono en la otra. Mientras intentaba reconstruir con mi mente quién era que se había quedado con ese número, mi corazón tomaba unas dimensiones desconocidas, latiendo ruidosamente, tanto que tapaba los bocinazos frecuentes del tránsito de las 6 de la tarde.

* * *

La avenida que bordea la playa querida está vacía. Sentada en el auto, soy como el vino que se transporta por una cinta adentro de una única botella circulante. Al llegar a la escalera, apago el motor y desciendo.
La humedad infinita del día se vuelve llovizna y una agüita fría va mojándome la cara, el pelo, las manos. No me importa; hace días que la abuela me viene llamando.
Enfrente el horizonte es difuso, los grises azulados y plomizos se confunden, se unen en un solo gran movimiento. Cierro los ojos y escucho. El mar con su ronroneo eterno y sus bramidos repentinos, las gotitas golpeando mi campera, muriendo en la arena, perforando la superficie del mar. Por un momento me olvido de mí; no hay calor en mi cuerpo ni pensamientos, solo mis piernas que insisten en sostenerme y la resistencia de mi piel al viento salado.
Todo empezó con un hormigueo diminuto en la punta de los dedos, algo así como el inicio de un calambre generalizado y sutil. En lugar de inquietarme, volé al recuerdo de una foto pequeña en la que la abuela me festejaba con risas y palmas, un baile arriba de suecos de madera, con labios pintados y pañuelos de colores atados a la cintura. Esa foto me llevó a otra que tal vez estuviera al lado de la anterior en la biblioteca, o arriba, una de mi adolescencia en la que aparecía ella sola leyendo un libro bajo un árbol en el balneario. Pero eso me condujo al balneario y a la biblioteca y al olor de la manteca derretida sobre los scones calientes a la hora del té. El hormigueo ya es un estremecimiento fuerte, casi un temblor en las manos. La abuela está ahí, la siento en mis manos mojadas. Un calor me recorre el pecho y es como si nos abrazáramos bajo la lluvia.
Luego, desaparece. Al abrir los ojos, me asusta el frío. Antes de correr al auto, observo mis manos heladas, arrugadas y me doy cuenta de que ellas sí lloran.

Relato de camillas: Sangre


Sangre

Gora


No exageres”, se decía a sí misma, “no puede ser tan doloroso. Cuanto más pienses en ello más va a doler.” Pero enseguida la sensación de una cuchilla raspando una herida abierta en lo más íntimo de su ser le nublaba la vista como un fundido, como un telón negro delante de sus ojos y chispas que saltaban de un lado a otro. Insoportable simplemente.
-Ya está -le dijo el médico, justo cuando creía estar a punto de desvanecerse. –Que guapa sos, ni un solo grito, impresionante.
Ella bajó de la camilla y al sentir que sus tontas piernas no le respondían, tomó asiento en el sillón más próximo. Él le acercó un vaso con agua a la vez que depositaba una cucharada de azúcar debajo de su lengua.
-¿Te sentís bien o te quedás un rato? -le preguntó sin mirarla.
-No, me voy –respondió sin titubeos.
Bajó las escaleras como si nada y salió del edificio. Hacía calor y estaba nublado. “Tengo hambre” pensó, “mucha hambre”. Fue tan rápido todo que no había tenido tiempo de desayunar aún. Comenzó a deambular sin dirección preestablecida y a los pocos minutos ya estaba mareada. El vapor del asfalto la asfixiaba. Las siluetas humanas iban transformándose en sombras cada vez más indefinidas. Al principio sentía el arrastrar de sus pies, luego tuvo la sensación de ser transportada por un cuerpo que ya no era el suyo. Todo daba vueltas, creía ver a través de un lente fuera de foco. Sintió nauseas y comenzó a acelerar el tranco, trató de poner los pies en la tierra, reconocer su entorno, tomar conciencia de sí. Sólo quería llegar, desaparecer del tumulto. Sentía el calor de la sangre que manaba con fuerza como una catarata. “¿Y si estoy haciendo el ridículo?” pensó. “Capaz que voy goteando y no me doy cuenta”. El barullo infernal de coches, bocinas, gente, no le permitía pensar con claridad. En medio de la confusión vio un ómnibus y siguiendo la corriente de una masa indefinida lo tomó. Temía que algo le pasara, que su cuerpo traicionara su mente y le impidiera llegar a destino.
Cuando bajó del ómnibus su malestar era el mismo o peor, pero la tranquilizaba el hecho de estar cerca de casa. Sombras de niños, perros, bicicletas se le cruzaban por todas partes; al no poder ver con claridad, no le quedaba otra más que caminar despacio.
Al llegar Gabriela la retuvo con fuerza; la angustia de la espera se acrecentó al ver a su hermana hecha un despojo humano, pálida y con los ojos desorbitados. Ella volteó la mirada y con suavidad se sacó de encima las manos que la sujetaban. Entró a su cuarto, se cubrió de pies a cabeza y deseó, como nunca, dormirse para siempre.

14.5.07

Relato de hormonas: Souplesse


Souplesse


Lea Bliman


Subí la escalera en penumbras a toda velocidad, saltando los escalones de dos en dos, mis piernas volaban mientras yo iba desabrochándome los botones de la camisa. Era una escalera empinada de mármol, de esas casas de 1930 muy venidas a menos, con olor a humedad y a transpiración metido en las paredes. Llegué arriba enloquecida, empujé la puerta que estaba entreabierta, como un caballo cuando va de vuelta a su establo y nada lo detiene. Atravesé la recepción corriendo e irrumpí en el vestuario. En la pasada alguna de mis antenas intuyó la presencia de Susana con su enorme cuerpo, ocupando un espacio desmedido junto al pequeño escritorio. “Su” la llamábamos todos en la Academia. Ella también fue bailarina -una del montón- hasta que un día, cansada de las dietas y las balanzas, empezó a comer chocolates y más chocolates y después ya no pudo parar.
Yo traía la malla negra debajo de la ropa. Tiré los suecos en un rincón, me saqué el vaquero que se pegaba contra la malla y no quería bajar; hice un atado con lo que traía puesto y lo amontoné en un canasto que había para la ropa. Luego tenía que hacerme el moño: la prueba más difícil de superar en los diez años de ballet. Hebe, la Directora de la Escuela, nos decía que el moño bien tirante era lo que mantenía perfecta la sonrisa fingida de las bailarinas. Primero me coloqué la vincha negra y ancha en la que quedaban atrapados todos los pelos rebeldes que tanto la irritaban a ella. Después me hice la cola de caballo que como siempre quedó un poco torcida. Pero ese día no tenía paciencia de volver a hacerla. La levanté tal como estaba y la enrosqué en forma de caracol con unas horquillas.

El moño quedó hecho. Me miré al espejo y vi a una bailarina. Respiré hondo como si me preparara para salir al escenario en un teatro lleno y pasé al salón.
Ricardo estaba allí estirando toda su belleza sobre la barra, de espaldas a la puerta. Habíamos acordado encontrarnos dos horas antes del ensayo general. El olor del salón era el de siempre, una mezcla de naranja y kerosén, que salía de la estufa con la que se entibiaba el ambiente. Nos saludamos en el espejo, de lejos. Hacía un par de semanas que Ricardo había llegado de Buenos Aires para preparar una coreografía con música de Piazzolla junto al cuerpo de baile de nuestra Escuela.
–Vengo saltando baldosas y escalones –le dije todavía agitada–, así que no necesito calentar.
–No hagas tonterías –contestó asumiendo el rol de profesor, y yo pensé que era capaz de hacer cualquier tontería si me quedaba con él un rato más.
Ricardo tenía los brazos apoyados en la barra y me mostraba la espalda, apenas cubierta por una musculosa negra. La espalda ancha se insinuaba lampiña, con una piel suave, de color aceituna que daban ganas de dormirse allí, los hombros redondos y firmes. Era un cuerpo que despedía tanta sensualidad que me hacía temblar.
Lo obedecí y apoyé mi pantorrilla sobre la barra de madera y la dejé deslizar. Él envolvió mi tobillo con su mano fuerte y lo levantó hacia arriba. Lo sostuvo así unos segundos, en silencio; yo trataba de que no me temblara la pierna. Luego con mucha suavidad, como si se tratara de algo frágil, lo volvió a dejar sobre la barra.
Dio unos pasos hacia atrás y desapareció por unos segundos de mi campo visual. Lo sentí parado detrás de mí, con todo su ser masculino mirándome. El calor me devoraba parada. Las manos transpiradas seguían aferradas a la barra, como si fuera lo único que me mantenía en pie.
–Cambio de pierna –me dijo poniendo distancia con la voz.
Sin mover un músculo de la espalda, bajé la pierna derecha y apoyé la otra pantorrilla suavemente en la barra.
Lo escuché colocar el cassette y enseguida irrumpió la música de Piazzolla llenando el salón, empujando a los cuerpos a moverse.
Nos paramos frente al espejo. Yo estaba acalorada como si hubiera ensayado durante horas sin parar.
Souplesse –me dijo él subrayando las eses–. Vamos, tirá la cabeza bien hacia atrás, sin miedo. Acá estoy si perdés el equilibrio.
Colocó el brazo a la altura de mi cintura sin rozarme; a veces el deseo se vuelve tan espeso que parece que puede tocarse con las manos.
Me dejé ir completamente, doblada como un junco por la cintura, con todo el peso de mi cuerpo en su brazo. La sangre se fue a la cabeza y lo último que vi fueron los tablones largos de pinotea del piso.
Me desperté con los ojos negros de él que sonreían con un gesto de paternidad.
–¿Volviste? –dijo, aliviado. Sentí su mano acariciándome el pelo.
–¿Esto, técnicamente, es un desmayo? –pregunté.
–Digamos que sí, te debe haber bajado la presión.
Me sentía floja pero bien; distendida. Quizás fue gracias a ese estado medio grogui que me animé a decirle que lo que me descompensaba era estar con él, a solas en un salón, rozándonos y sintiendo su respiración húmeda en la nuca. Que si él no tomaba la iniciativa de pasar la línea del ensayo me iba a enloquecer o a desmayar otras tantas veces. Mientras yo hablaba con una audacia inédita para mi habitual timidez, como si me hubiera tomado varios whiskys, él me miraba con cara de buenote; algo parecido a un pediatra asistiendo a un niño con dolor de panza.
–¿¿Quéé?? Es que no pue-do-cre-er lo que me estás diciendo –contestó con una dicción exagerada–. No puedo creer que no lo sepas, no lo disimulo para nada, se lo digo a todo el mundo. Hebe lo sabe y supongo que casi todas las chicas lo saben –me decía esto en un tono de disculpas penoso.
Yo lo escuchaba y una parte mía pensaba que debía pararme y salir corriendo como una tromba del salón, avergonzada, pero estaba tan a gusto allí tirada con aquellos vasos de whisky que nunca tomé, que no quería levantarme. Seguía en el piso boca arriba, disfrutando de Piazzola y riéndome para adentro de que estaba completamente despeinada. Se me había desarmado el moño con la sonrisa de bailarina incluida.

Relato de casa fría: Día primero


Día primero


Vesna Kostelich


Bajó del taxi y no le importó hundir el zapato en la zanja. Levantó la vista y ahí estaba. Ya no era su casa. Aunque fuera el lugar donde vivía desde hacía más de treinta años. No era tan grande, pero le pareció aplastante, todo el gris del mundo sobre su propio gris. Soberbia, imperturbable, gélida; no imaginaba un solo lugar allí en el cual pudiera descansar; pero no tenía otro adonde ir.

La reja cedió de mala gana a la vuelta de llave y la puerta, como un cuervo, la recibió con un graznido.

Atinó a quitarse el abrigo pero volvió a cruzarlo sobre el pecho; adentro hacía más frío que en la calle. Le dio pereza encender la estufa así que se conformó con las cuatro hornallas de la cocina abiertas al tope. El siseo del fuego se disolvió en el silencio al volver a la sala. Todo estaba como lo había dejado, como si el tiempo se hubiese detenido: el costurero sobre la mesita vomitando inmóviles carretes de hilo, las tazas de café medio vacías, las masitas fofas, sin tocar.

Subió las persianas hasta la mitad para restarle oscuridad a la humedad. Pero fue inútil. La helada parecía haberse colado por los cimientos.

Se sentó en la silla de cuerina con las piernas juntas y las manos sobre las rodillas, como si estuviera de visita. Todo estaba igual y sin embargo, ella era otra.

La mancha de humedad en la pared le recordó vagamente su vida hasta entonces. Casi pegado al cielorraso, reconoció el rostro verde oscuro con el cuerno como algo propio pero muy distante.

Desde la cocina, la caldera empezó a chillar ridículamente enfurecida. Se levantó de un salto y corrió a apagarla como si quisiera evitar que alguien se despertara con el escándalo. Pero estaba sola en la casa.

Lentamente, robándole un gesto al pasado, empezó a vaciar la yerba dura y negra del mate viejo.

Relato de otoño: Noviembre


Noviembre



Ana Arjona



El renacer, porfiado, se repite.

Deambulo desasida por los jardines. Es noviembre.

Cargo la bolsa con los guantes, la tijera de podar, el serruchito chico. Llevo también la escobilla y el nylon- un trozo del antiguo invernáculo, restos de una gran nave naufragada.

Dice C. que este uso del nylon es uno de mis dos mejores inventos.

Cuando me detengo frente al macizo de strelitzias y finalmente encaro despojarlo de sus hojas y sus flores marchitas, he desplegado el nylon para echar sobre él la poda que al caer resonará como lonjas de metal opacado. Allí voy juntando el esplendor que fue. Las lanzas verdeazuladas de las hojas, las soberbias corolas, aves del paraíso, desafiantes de pájaros terrenales, son hoy sólo tiras marchitas de marrones rojizos.

Todos los colores se tornan castaño cuando la savia deja de latir en sus venas. Cuando sucumben.

Giro y me enfrento a la palma que despliega sus duras hojas como enormes manos plumíferas, deshilachadas. Son de un verde tan tierno porque quieren ocultar sus poderosas garras, esas mandíbulas traicioneras, esos colmillos de madera curvada, lacerantes, al final de sus tallos.

Me acerco y veo, encubiertas en la parte más baja del tronco, dos de esas manos que se han rendido al tiempo y se inclinan amarillentas hacia el suelo. Tan violenta es la sensación de su esbeltez en el aire de la tarde y en el brillo de sus abanicos altos; tanta derrota hay en sus hojas viejas; tanta determinación para morir.

Cruzo el camino ancho que separa el jardín oscuro del laberinto y busco los macizos florecidos de retamas, salpicados y perlados de margaritas del campo, de olor fuerte, casi desagradable. Ellas inventan ese mar alto y blanco, espumoso, que se mece en la brisa. Aunque me parezca raro, están iguales a sí mismas. Crecen y se multiplican apasionadamente.

Nada las detiene.

No habría cómo.

En realidad es bueno que todo estalle como cada año.

Podría pensar en un ceremonial de la vida que se perpetúa.

Tal vez podría hasta pensar, que aquella que las amó y disfrutó, esté sumándose a este mismo revivir.Y me haría bien.

El sol, inexorable, sigue su curso. Ahora le toca pintar desde el oeste con crestas doradas y brillantes, el yuyal que se hamaca gozoso. Si me tendiera allí, en medio de sus surcos; si me taparan con sus mil y una delicadas formas, presiento que sus voces me susurrarían palabras y campánulas, corazoncitos bailadores, brochitas de penachos, alentándome con su belleza para que no olvide que esta luz que va a morir despidiéndose sangrienta, alumbrará mañana.

Los cipreses, los arces rosáceos, los ceibos, las copiosas anacahuitas, me enredan su energía como un collar alado.

Percibo su piedad vegetal. Me abrazo a sus troncos, a sus cuerpos.

A cada uno.

Hurgo en sus corazones. Los siento próximos. Les hablo. Me consuelan.

Hace rato que las herramientas quedaron tiradas sobre el nylon,

al lado de una pila de desfallecientes mástiles y banderitas .

Cruzan los pájaros, los de siempre, el mismo cielo.

Buscan sus exactos nidos. Me anuncian y saludan. Se vuelan cerca o lejos.

La tarde cae.

Es difícil a veces sostener el corazón.