Noviembre
El renacer, porfiado, se repite.
Deambulo desasida por los jardines. Es noviembre.
Cargo la bolsa con los guantes, la tijera de podar, el serruchito chico. Llevo también la escobilla y el nylon- un trozo del antiguo invernáculo, restos de una gran nave naufragada.
Dice C. que este uso del nylon es uno de mis dos mejores inventos.
Cuando me detengo frente al macizo de strelitzias y finalmente encaro despojarlo de sus hojas y sus flores marchitas, he desplegado el nylon para echar sobre él la poda que al caer resonará como lonjas de metal opacado. Allí voy juntando el esplendor que fue. Las lanzas verdeazuladas de las hojas, las soberbias corolas, aves del paraíso, desafiantes de pájaros terrenales, son hoy sólo tiras marchitas de marrones rojizos.
Todos los colores se tornan castaño cuando la savia deja de latir en sus venas. Cuando sucumben.
Giro y me enfrento a la palma que despliega sus duras hojas como enormes manos plumíferas, deshilachadas. Son de un verde tan tierno porque quieren ocultar sus poderosas garras, esas mandíbulas traicioneras, esos colmillos de madera curvada, lacerantes, al final de sus tallos.
Me acerco y veo, encubiertas en la parte más baja del tronco, dos de esas manos que se han rendido al tiempo y se inclinan amarillentas hacia el suelo. Tan violenta es la sensación de su esbeltez en el aire de la tarde y en el brillo de sus abanicos altos; tanta derrota hay en sus hojas viejas; tanta determinación para morir.
Cruzo el camino ancho que separa el jardín oscuro del laberinto y busco los macizos florecidos de retamas, salpicados y perlados de margaritas del campo, de olor fuerte, casi desagradable. Ellas inventan ese mar alto y blanco, espumoso, que se mece en la brisa. Aunque me parezca raro, están iguales a sí mismas. Crecen y se multiplican apasionadamente.
Nada las detiene.
No habría cómo.
En realidad es bueno que todo estalle como cada año.
Podría pensar en un ceremonial de la vida que se perpetúa.
Tal vez podría hasta pensar, que aquella que las amó y disfrutó, esté sumándose a este mismo revivir.Y me haría bien.
El sol, inexorable, sigue su curso. Ahora le toca pintar desde el oeste con crestas doradas y brillantes, el yuyal que se hamaca gozoso. Si me tendiera allí, en medio de sus surcos; si me taparan con sus mil y una delicadas formas, presiento que sus voces me susurrarían palabras y campánulas, corazoncitos bailadores, brochitas de penachos, alentándome con su belleza para que no olvide que esta luz que va a morir despidiéndose sangrienta, alumbrará mañana.
Los cipreses, los arces rosáceos, los ceibos, las copiosas anacahuitas, me enredan su energía como un collar alado.
Percibo su piedad vegetal. Me abrazo a sus troncos, a sus cuerpos.
A cada uno.
Hurgo en sus corazones. Los siento próximos. Les hablo. Me consuelan.
Hace rato que las herramientas quedaron tiradas sobre el nylon,
al lado de una pila de desfallecientes mástiles y banderitas .
Cruzan los pájaros, los de siempre, el mismo cielo.
Buscan sus exactos nidos. Me anuncian y saludan. Se vuelan cerca o lejos.
La tarde cae.
Es difícil a veces sostener el corazón.
3 comentarios:
Ana, lo he vuelto a leer y me volvió a emocionar, este relato es precioso
Una poética y meláncolica descripción que me encantó.el estado de ánimo que refleja llega al corazón.
Llega al corazón con esa minuciosa descripción llena de melancolía pero también de esperanza por el renacer de la naturaleza y de si misma.
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