La ciudad
Ana Arjona
(avance de texto)
Había una ciudad enfrentada al mar.
Una ciudad pequeña, condensada, azul en el recuerdo, abrillantada de tanto sol ardiente.
A la que se ama desde el primer contacto, irremediablemente, asumiendo su historia como propia.
El mar había horadado con múltiples lenguas verdes y azules sus contornos hasta formar la caprichosa rambla que después de millones de años para volverse arena, la civilización aprisionó bajo enormes piedras rectangulares de granito rojo.
A mi me gustaba caminar por su honda cintura, por su límite acuoso.
Entre el mar y yo, un murallón arrancaba de las profundidades y subía negro de mejillones y brillante de espumas hasta sobrepasar la altura de la vereda por algo más de un metro. Era ancho, ancho, tan ancho como para dejar detrás mis vértigos.
Un aire húmedo y salado trepaba silencioso adherido a la muralla; me asaltaba de pronto con sus viejas fauces echándome su aliento a cementerio de piratas. A veces, sólo una lluvia, un abanico de gotas. Otras, un chaparrón voluptuoso en forma de caracol que me desafiaba a seguir el camino. Yo fascinada accedía, entrando y saliendo por su túnel caliente de vidrio.
Sólo debía evitarlo cuando furioso cambiaba de color. Entonces bramaba desde sus cisuras profundas y se levantaba a lomos del viento tormentoso, aullando, clamando, tal vez, por algo alguna vez perdido en tierra.
"Quien hubiera perdido un amor, podría llorar tempestad semejante", me encontraba pensando.
Pero al volver la calma, el camino empedrado salpicado de pocitos de agua de efímera vida, de pequeños espejitos fragmentados, me volvía a llamar, estirándose por toda la ciudad.
Nunca pude resistir su llamado.
Solía llenarse de paseantes apiñados o solitarios; de estudiantes de música que cargando a hombros los instrumentos, o llevándoles en las manos, según fuera, iban a desplegar sus alegrías hacia los más variados hoteles de la costa. Gente alegre con ritmo en la sangre y oscuridad en la piel. Muchas gentes. No daban los espacios para contener tantas risas, gritos, enojos, cuchicheos y correteadas, tanto colorido visual y sonoro.
Siempre la preferí en calma, casi desolada, con el agua como recurso último de una tristeza antigua.
Recuerdo cuando en un recodo de la rambla descubrí por primera vez la ciudad vieja y sus dos imponentes castillos, uno en cada punta de la gran bahía. Los muros a pique, los altos torreones y las almenas siempre abiertas a otear el horizonte en busca de noticias. A los pies, y tres escalones por encima de la calle, las plazuelas de la misma piedra blanquecina, con sus fuentes hermanas rodeadas de verjas bajas, austeras. Cipreses italianos de troncos centenarios se elevaban girando sobre sí mismos. El estruendo del batir de alas de palomas que en bandadas se alejaban de los espesos pinos; los desmayados chorros de las fuentes que dejaban flotando en los contornos una música tenue, delicada; mis pasos resonando. El aire parecía venir desde otros tiempos. Supe que alguna vez había vivido entre esas piedras.
* * *
Los ancianos castillos habían sido transformados en hoteles. Alquilé una habitación con balcón, en el que daba al sur de la ensenada. La recepcionista me miró y preguntó:
-¿La señora sabe acerca de la leyenda?
Me reí. Y le contesté:
-Ya tendrá tiempo para contármela.
Subí los sesenta escalones deseosa de reconocer la maravilla del paisaje que se abriría a mis pies.
El mar lamía lento allá abajo. Subía su murmullo encantado y la habitación era un sueño viajando en lo alto del mundo. Tenía una ancha, enorme cama con sábanas de lino blanco. El mismo material colgaba en las cortinas que mecía rebelde el viento de la tarde. A los pies del lecho, una banca de madera clara y asiento tejido. Sobre ella, displicente, una manta de telar indígena de tonos rojizos y negros. En el techo giraba lento un ventilador, también de madera, pero oscura. Las paredes blancas con pequeñas luces indirectas a los costados de la cama, completaban una atmósfera calma y veraniega, despojada y suave, enormemente seductora. La ciudad era algo muy lejano que apenas me rozaba.
Me quité las sandalias. La aspereza y el frescor de la piedra me emocionaron. Acudí al balcón para poder sentirme dueña total de aquel espacio en el que transcurrirían mis vacaciones. Un horizonte violeta engullía la moneda quemante del sol que antes de morir, destelló sus mejores luces inaugurando estrellas. Me dejé inundar de inmensidad.
El baño, desapercibido detrás de otra cortina blanca, era un pequeño refugio de frescura. Olía a sal marina y a hierbas. Tomé una ducha y luego me envolví en un blanco toallón que absorbió toda la humedad de mi cuerpo. Lo dejé caer a los pies de la cama y me acosté. A la mañana ordenaría la ropa. Me sentí acunada y descansé como cuando era niña, sabiéndome protegida y cuidada.
(foto de Kees Terberg)
1 comentario:
Excelente blog, saludos desde argentina
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