El mercado de San  Bartolo  
 
Ana Arjona
 Domingo al fin. El mercado me está  llamando a su fiesta.   
  Con el dinero en mi bolsita oaxaqueña y  el mejor humor del mundo, me lanzo a su encuentro. La casa de altos permite  divisar la feria como un cuerpo vivo; un río entelado, que baja o sube, según se  mire, emparchado de toldos rosas, verdes y azules; un cauce torcido, arrevesado,  angosto, que late en la calle San Diego esquina con Sol, en el que estoy ansiosa  de sumergirme.   
  El aire húmedo y claro de la montaña  entra en mis pulmones y se queda ahí, riendo, mientras una espesura de aromas y  rumores pugna por llegar.   
  Bajo los escalones ásperos de piedra  volcánica; atravieso el patio salpicado de deposiciones y plumas de palomas de  las viejas palmeras; llego al gran portón de madera con marcos de hierro azul  Francia; quito la tranca y cede con una fanfarria de trompetas. Gira moroso  sobre los enormes goznes. Salgo y se cierra detrás con estruendosa salva de  aplausos.       
  Allí está. Doy apenas dos pasos, y lo  alcanzo. Entro en el túnel caliente y palpitante del  tianguis.  
  La gente va y viene lenta, casi  tocándose.    
  -Con  permisito...   
  Tomo mi puesto en el río que sube. Otro  río baja. San Diego es de pura piedra y muy escarpada. Apenas  queda espacio para que esta marea pueda  fluir.   
  Pie con pie ando, detrás del chongo  apretado de la señora que envuelta en su rebozo azul con rayitas grises, lleva  un niño gordito de la mano.    
  Voy mirando todo, a izquierda y a  derecha.    
  Sobre mi cabeza un cielo de colores que  el sol aviva con locura va de pared a pared. Todo lo que está por debajo  murmura. La feria es un universo ronroneante.   
  Siento el calor de la doña, su  transpiración de vieja, la voz aguda del   niño pidiendo algo. Se detienen, avanzan, y yo pegada a ellos, chocándome  cada vez, contra el sombrero blanco de ala ancha del  chaparrito.   
  -Diga marchantita, ¿qué le  ofrezco?   
  Una avalancha de verduras me asalta:  desparramadas acelgas; lechugas encrespadas; pilas extensas de lustrosos  jitomates; polvorientas jícamas; zanahorias rojas, amenazantes; promiscuos  atados de cebollines; agudísimas betabeles; gustosos pepinos; cebollas blancas y  moradas, quitándose sus enaguas de papel de seda, mientras otras, partidas ya al  medio, casi derrotadas, se desquitan irritándome los ojos. La nariz comienza a  gotear, el estómago a pedir cancha. Toco al pasar la piel dura y rugosa de los  aguacates violáceos,  enseguida la  suavidad de los verdebrillantes. Algunos están a punto y despiden el olor  untuoso que me excita. El vendedor me mira molesto y protesta:     
  -Pos ¿lo anda llevando o nomás  tocando?   
   Yo ya estoy perdida en el puesto  siguiente, donde en bellas canastas de paja
la voz oscura del cilantro, la salvia  refrescante, el orégano invasor, el epazote, las ácidas vainas de tamarindo  y  el  picor del tomillo, hacen el bajo fondo de  marimba a los distintos chiles. Morados, rojos, verdes, amarillos, abotagados,  torcidos, arrugados, brillantes, frescos o secos, guardan en apenas unos  centímetros, la maravilla de la cocina mexicana. Son picosos, afrutados,  sabrosos. Tiñen el lugar donde moran. Misteriosos y afrodisíacos, son todo lo  que uno quiere que sean. Se desparraman y me gritan obscenidades para que los  lleve a la casa. Me río, me tropiezo con algo y abajo, a ras de la calle, una  anciana me está mirando y se sonríe también. Está en cuclillas y cuida las pilas  de tomate verde, los nopalitos en forma de abanico, los rábanos coloridos, las  ramitas de apio. Hace montoncitos. Ofrece.   
  -¡A diez, todo a diez!     
  Me niego con los ojos. Ella entiende. No  pierde su bonhomía.    
  -Elotes, nuevecitos...mire güerita, mire  que preciosura-y uno no sabe si están de galanes o  de vendedores. Los elotes también  sonríen.   
  Con escaparate y todo, el siguiente  puesto muestra los quesos que regalan sus olores a troche y moche. Los  vendedores están prolijamente vestidos de blanco y llevan paliacates en la  cabeza, como acentuando la imposible asepsia.   
  -Hoy el panela es de primera -oigo  decir, pero a mi me enloquece el oaxaca. Esa bola de queso fibroso, salado,  maravilloso, que se desenreda como madeja y es el número uno en las quesadillas.  Mmm. No más pensar  en ellas y me  topo con el repiqueteo del aceite en el sartén chato que parece un tambor. La  señora gorda y risueña, con las trenzas apretadas de tan pulcras, y el delantal  de voladitos, está armando las tortillas a la orilla del comal. Vuelan las manos  palmoteando la masa, que gustosa se deja sobar por tanta antigua  experiencia.   
  -Quesadillitas, gorditas, tortillitas,  tostaditas, taquitos... -canta casi, y sus diminutivos son tan cariñosos que de  sólo escucharla se me hace agua la boca. Ahora sí empieza la  compra.   
  -¿De maíz blanco o negro? -pregunta.   
  Estoy en el punto más alto de la feria.     
  Vuelvo a tomar contacto con el pueblo.  Frenan  taxis, chillan los niños,  los perros se persiguen, vuelan las campanas, se escuchan los pájaros, suenan  las sierras.   
  Miro hacia atrás y la calle es como un  pequeño barranco, un precipicio civilizado que recorreré casi sin darme cuenta,  afirmada en las caderas y espaldas de los otros, en la proximidad de su calor  humano.   
  Me quedo parada el rato suficiente para  saborear, mordisqueando lentamente, el incomparable gusto de la quesadilla verde  oscura.    
  La boca se pone espesa y se llena de  pasión. La lengua se desenvuelve a gusto.   
  Hay gritos y bufidos. Debo volver a la  marea para que siga su curso.   
  Arranco hacia abajo. La dulzura vuelve  almibarado el aire. Una montaña de naranjas perfectas como soles gotea desde su  media muestra herida; las piñas dejan huir la miel de entre sus afiladas púas, y  las papayas, abiertas como estrellas, muestran impúdicas su interioridad de  negras y húmedas pepitas. El trópico desenreda su esplendor en espesos mameyes,  planetarias toronjas, cerezas ruborosas, melones aromados, jugosas uvas,  plátanos como enormes paréntesis, frescas guayabas, mangos de fibra exuberante,  exóticas manzanas, austeras limas, platanitos mínimos. Me penetra su coro de  sabores y olores. Desafinan y afiatan, me gritan y modulan. Elijo de estas,  estas, estas.  La bolsa se dilata,  se empacha, se embaraza de frutos.    
  Bajo lenta, agobiadamente  perfumada.   
  -Fajitas, cecina, carne de res, de  puerco, de pollo...    
  Ahora no quiero saber nada del carnívoro  olor que se adueña del aire y del machacón golpe de las cuchillas sobre las  blandas tablas de madera.   
  Vendré más tarde,  pienso.   
  Con el rabillo del ojo, alcanzo a  enamorarme de los cazos de barro cocido y pintado, que una muchachita oscura  apila con descuido, sordamente.