20.6.07

Texto seleccionado de junio: CATHI



Cathi

Lea Bliman


Me acuerdo de los últimos días que la abuela pasó en el sanatorio.

Una tarde fui a quedarme con ella. Entregue la cédula en la recepción y caminé por el corredor largo que me llevaba hasta su cuarto. Antes de entrar, respiré hondo como para tomar coraje y empujé la puerta tratando de no hacer ruido.

La abuela estaba tendida en la cama con los ojos cerrados pero abiertos. Si uno la miraba detenidamente, veía debajo de los párpados una delgada línea de luz, una rendijita; como si quisiera dormir sin perderse nada de lo que sucedía afuera.

En el cuarto vacío lo único que se escuchaba era su respiración. Sonaba como un fuelle cansado, como una queja que salía de a bocanadas, cada pocos segundos. Caminé en puntitas de pie y me quedé parada junto a la cama mirándola. Así estuvimos un largo rato las dos muy quietas sin pronunciar palabra.

De pronto irrumpieron en el cuarto un par de enfermeras en medio de un gran escándalo. Empujaban un carro metálico con olor a hipoclorito. Hablaban entre ellas de una fiesta y una le relataba a la otra el inventario de todo lo que se había engullido; hasta el relleno de atún de los sándwiches. Yo las miraba y sentía que me faltaba el aire. Ellas iban y venían con una energía y una brusquedad que lastimaba aquel espacio silencioso.

- Vamos a higienizar a Cathi -dijeron al pasar. Y como si limpiar a la abuela fuera lo mismo que limpiar un baño, sacaron la sábana con un gesto violento y levantaron la túnica blanca que la cubría: debajo de la túnica apareció el vientre de la abuela hinchado por la voracidad del cangrejo.

La fregaron con una toalla húmeda sin mirarla, siempre hablando entre ellas. Primero le pasaron la toalla por la vagina blanca y mustia. Volvieron a humedecer el paño en una palangana y siguieron por las piernas. Por suerte la abuela en ese momento estaba muy lejos de la habitación, en otro espacio y en otro tiempo. Difícil de saber a dónde la transportaban esos viajes de morfina que le suministraban cada cinco horas.

Una noche se tapó la cabeza con las sábanas mientras gritaba aterrada, que en las paredes había pulpos que movían los brazos y la amenazaban. Hubo muchas pesadillas durante esas semanas pero creo que todos los infiernos eran más tolerables que el dolor que la hacía retorcerse cuando el efecto de la droga desaparecía.

Pero ahora la abuela estaba plácida, la boca entreabierta con una sonrisa descansada y un hilito de saliva que dejaba su huella y llegaba a la almohada.

Las mujeres pasaban el trapo mojado por las piernas surcadas de várices; levantaban las piernas y las dejaban caer como si fueran cuerpos muertos. Yo trataba de mirar sólo el rostro de la abuela y quedarme con su mueca de sonrisa pero los ojos se me iban al vientre hinchado.

“Está toda tomada”, fue lo que dijo el médico para hablar del monstruo.

No se atrevió a nombrarlo.

1 comentario:

Cecilia dijo...

Qué maravilloso relato.
Me llenó de tristeza ver a la abuela. Sentí el olor a sanatorio, el amor de una nieta.
Odié a las enfermeras ajenas al dolor humano.