El mercado de San Bartolo
Domingo al fin. El mercado me está llamando a su fiesta.
Con el dinero en mi bolsita oaxaqueña y el mejor humor del mundo, me lanzo a su encuentro. La casa de altos permite divisar la feria como un cuerpo vivo; un río entelado, que baja o sube, según se mire, emparchado de toldos rosas, verdes y azules; un cauce torcido, arrevesado, angosto, que late en la calle San Diego esquina con Sol, en el que estoy ansiosa de sumergirme.
El aire húmedo y claro de la montaña entra en mis pulmones y se queda ahí, riendo, mientras una espesura de aromas y rumores pugna por llegar.
Bajo los escalones ásperos de piedra volcánica; atravieso el patio salpicado de deposiciones y plumas de palomas de las viejas palmeras; llego al gran portón de madera con marcos de hierro azul Francia; quito la tranca y cede con una fanfarria de trompetas. Gira moroso sobre los enormes goznes. Salgo y se cierra detrás con estruendosa salva de aplausos.
Allí está. Doy apenas dos pasos, y lo alcanzo. Entro en el túnel caliente y palpitante del tianguis.
La gente va y viene lenta, casi tocándose.
-Con permisito...
Tomo mi puesto en el río que sube. Otro río baja. San Diego es de pura piedra y muy escarpada. Apenas queda espacio para que esta marea pueda fluir.
Pie con pie ando, detrás del chongo apretado de la señora que envuelta en su rebozo azul con rayitas grises, lleva un niño gordito de la mano.
Voy mirando todo, a izquierda y a derecha.
Sobre mi cabeza un cielo de colores que el sol aviva con locura va de pared a pared. Todo lo que está por debajo murmura. La feria es un universo ronroneante.
Siento el calor de la doña, su transpiración de vieja, la voz aguda del niño pidiendo algo. Se detienen, avanzan, y yo pegada a ellos, chocándome cada vez, contra el sombrero blanco de ala ancha del chaparrito.
-Diga marchantita, ¿qué le ofrezco?
Una avalancha de verduras me asalta: desparramadas acelgas; lechugas encrespadas; pilas extensas de lustrosos jitomates; polvorientas jícamas; zanahorias rojas, amenazantes; promiscuos atados de cebollines; agudísimas betabeles; gustosos pepinos; cebollas blancas y moradas, quitándose sus enaguas de papel de seda, mientras otras, partidas ya al medio, casi derrotadas, se desquitan irritándome los ojos. La nariz comienza a gotear, el estómago a pedir cancha. Toco al pasar la piel dura y rugosa de los aguacates violáceos, enseguida la suavidad de los verdebrillantes. Algunos están a punto y despiden el olor untuoso que me excita. El vendedor me mira molesto y protesta:
-Pos ¿lo anda llevando o nomás tocando?
Yo ya estoy perdida en el puesto siguiente, donde en bellas canastas de paja
la voz oscura del cilantro, la salvia refrescante, el orégano invasor, el epazote, las ácidas vainas de tamarindo y el picor del tomillo, hacen el bajo fondo de marimba a los distintos chiles. Morados, rojos, verdes, amarillos, abotagados, torcidos, arrugados, brillantes, frescos o secos, guardan en apenas unos centímetros, la maravilla de la cocina mexicana. Son picosos, afrutados, sabrosos. Tiñen el lugar donde moran. Misteriosos y afrodisíacos, son todo lo que uno quiere que sean. Se desparraman y me gritan obscenidades para que los lleve a la casa. Me río, me tropiezo con algo y abajo, a ras de la calle, una anciana me está mirando y se sonríe también. Está en cuclillas y cuida las pilas de tomate verde, los nopalitos en forma de abanico, los rábanos coloridos, las ramitas de apio. Hace montoncitos. Ofrece.
-¡A diez, todo a diez!
Me niego con los ojos. Ella entiende. No pierde su bonhomía.
-Elotes, nuevecitos...mire güerita, mire que preciosura-y uno no sabe si están de galanes o de vendedores. Los elotes también sonríen.
Con escaparate y todo, el siguiente puesto muestra los quesos que regalan sus olores a troche y moche. Los vendedores están prolijamente vestidos de blanco y llevan paliacates en la cabeza, como acentuando la imposible asepsia.
-Hoy el panela es de primera -oigo decir, pero a mi me enloquece el oaxaca. Esa bola de queso fibroso, salado, maravilloso, que se desenreda como madeja y es el número uno en las quesadillas. Mmm. No más pensar en ellas y me topo con el repiqueteo del aceite en el sartén chato que parece un tambor. La señora gorda y risueña, con las trenzas apretadas de tan pulcras, y el delantal de voladitos, está armando las tortillas a la orilla del comal. Vuelan las manos palmoteando la masa, que gustosa se deja sobar por tanta antigua experiencia.
-Quesadillitas, gorditas, tortillitas, tostaditas, taquitos... -canta casi, y sus diminutivos son tan cariñosos que de sólo escucharla se me hace agua la boca. Ahora sí empieza la compra.
-¿De maíz blanco o negro? -pregunta.
Estoy en el punto más alto de la feria.
Vuelvo a tomar contacto con el pueblo. Frenan taxis, chillan los niños, los perros se persiguen, vuelan las campanas, se escuchan los pájaros, suenan las sierras.
Miro hacia atrás y la calle es como un pequeño barranco, un precipicio civilizado que recorreré casi sin darme cuenta, afirmada en las caderas y espaldas de los otros, en la proximidad de su calor humano.
Me quedo parada el rato suficiente para saborear, mordisqueando lentamente, el incomparable gusto de la quesadilla verde oscura.
La boca se pone espesa y se llena de pasión. La lengua se desenvuelve a gusto.
Hay gritos y bufidos. Debo volver a la marea para que siga su curso.
Arranco hacia abajo. La dulzura vuelve almibarado el aire. Una montaña de naranjas perfectas como soles gotea desde su media muestra herida; las piñas dejan huir la miel de entre sus afiladas púas, y las papayas, abiertas como estrellas, muestran impúdicas su interioridad de negras y húmedas pepitas. El trópico desenreda su esplendor en espesos mameyes, planetarias toronjas, cerezas ruborosas, melones aromados, jugosas uvas, plátanos como enormes paréntesis, frescas guayabas, mangos de fibra exuberante, exóticas manzanas, austeras limas, platanitos mínimos. Me penetra su coro de sabores y olores. Desafinan y afiatan, me gritan y modulan. Elijo de estas, estas, estas. La bolsa se dilata, se empacha, se embaraza de frutos.
Bajo lenta, agobiadamente perfumada.
-Fajitas, cecina, carne de res, de puerco, de pollo...
Ahora no quiero saber nada del carnívoro olor que se adueña del aire y del machacón golpe de las cuchillas sobre las blandas tablas de madera.
Vendré más tarde, pienso.
Con el rabillo del ojo, alcanzo a enamorarme de los cazos de barro cocido y pintado, que una muchachita oscura apila con descuido, sordamente.
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