2.8.07

Texto seleccionado de julio: LAGUNAS

(Tercer premio en el concurso literario "150 años del Hospital Británico", Uruguay 2007)

Lagunas

Gabriela Morales


Una bruma gris, espesa, lo envuelve todo. Entra por mis ojos, nariz y cada resquicio de mi piel. Permanezco de pie, apenas cubierta por una bata blanca larga y estirada. Tanteo la pared rocosa interminable que tengo a mis espaldas, con algo de cuidado y bastante más de miedo. La viscosidad que descubren mis dedos temblando me disuade de recostarme para alivianar la espera.
El aire parece no tener temperatura y mi cuerpo tampoco. Observo mi piel, me devuelve un color desconocido, como si estuviese desvaneciéndome lentamente. Mis pies descalzos se sostienen inestables, sobre un barro tibio y verdoso que se cuela entre los dedos, transformándose en cuerpos amorfos, estirados. Todo sin dudas resultaría increíblemente asqueroso. Sin embargo, es como si la posibilidad de la repugnancia me hubiese sido amputada.
A pocos metros de mis pies, se extiende el agua turbia, de un azul violáceo. Como paralizada, se prolonga hasta donde llegan los ojos. Un olor agrio, a vegetales pudriéndose al sol, emana en forma casi visible desde el lago. Permanezco quieta, obedeciendo algún oculto designio.
Mi boca me trae un sabor metálico, desagradable. De pronto tomo conciencia de la inmovilidad de mi lengua, aplastada. Escupo sobre mi mano y descubro una moneda reluciente, en la que rebota hasta el infinito una luz que no logro descifrar de dónde sale. La observo, incapaz de reconocer esos números ni el rostro que se dibuja del otro lado. La quietud y el silencio me asfixian. Sin pensarlo mucho, tiro con fuerza la moneda hacia el lago, buscando que al menos el sonido me haga compañía. Se detiene un segundo al tomar contacto con el agua, como si ésta en realidad fuese nata o aceite. Por último se hunde, produciendo un sonido hueco que se dibuja en círculos concéntricos. Estos se mueven lentamente, agrandándose una y otra vez. Una ola pequeña llega por fin hasta la orilla y produce un chapoteo desmedido.
Mis ojos buscan desesperadamente algún objeto o superficie familiar que les de sosiego. Me arrepiento de haber tirado la moneda, al menos era algo en qué entretener las manos. Como defendiéndose, mi mente genera, o recupera, imágenes caóticas, multicolores que desfilan groseras frente a mis ojos. Soy incapaz de encontrar lógica alguna a lo que me dispara el cerebro; sin embargo, muchas escenas sacuden dentro mío una extraña sensación de familiaridad.
De pronto, y después de lo que no sabría decir si fueron siglos o segundos, surge un sonido leve. Aguzo el oído, intentando descifrar aquello que las paredes rugosas parecen empeñadas en caricaturizar. Casi podría afirmar que es un barco deslizándose sobre el agua. Inquietud y terror habitan por igual mi cuerpo. ¿Debería ocultarme? ¿O quizá comenzar a gritar y pedir ayuda? Escondites no parecen abundar en este paraje desolado. En realidad, no tengo demasiado tiempo de evaluar alternativas...
Ante mis ojos aparece una barca de madera. Son tablones uniformes, oscuros sobre los que se alza una caseta algo desvencijada. Una silueta encorvada sostiene un remo que se interna dentro del agua y asoma un par de metros hacia la oscuridad. A medida que se acerca, puedo ver que es un hombre. Muy viejo, y sin embargo realiza cada movimiento en total armonía, como si no le costara nada. Los movimientos sin duda se dirigen hacia mí, así que opto por arrastrar mis pies entre la espesura del barro y acercarme a la orilla.
Casi a punto de llegar, se detiene. Ahora puedo ver su rostro. Los ojos casi desaparecen entre un sarpullido interminable de arrugas. A pesar de ello, un fulgor entre rojo y negro me observa, como queriendo atravesar mis pupilas. Sus uñas largas y puntiagudas se clavan en la madera del remo, que sostiene inmóvil. Permanezco estática observándolo, cierro mis brazos sobre la bata blanca, temiendo algún viento desconocido que deje mi piel traslúcida al descubierto.
-¡Dale, nena! ¿Te pensás que tengo toda la vida para esperarte? –es como si su grito me hiciese tomar conciencia de golpe, del horror de todo esto.
Atajando otro posible rezongo, me pongo en movimiento. Mis pies tocan ahora el líquido del lago, que contiene sustancias indescifrables en suspensión. Me deslizo con rapidez sobre el barro, temiendo alguna alimaña marítima que haga presa de mis pies. Apoyo ambas manos sobre los tablones ásperos. El viejo permanece como una estatua sin hacer el menor atisbo de ayudarme, aún viéndome forcejear buscando un punto de agarre.
Finalmente lo logro y subo. Quedo a menos de un metro de distancia de él. Un olor pútrido, nauseabundo, viene a mezclarse con todo lo demás. Hace rato que una hilera de lágrimas desfila interminable atravesando mi cara.
-Tomá y dale que vamos atrasados… –me escupe ahora, con furia, observándome de arriba abajo.
Sostengo el remo que me alcanza. Al instante su peso exagerado me arrastra, casi al punto de hundirme en el lago.
-¡Serví para algo! –me dice y prende sus uñas de mis costillas, obligándome a hacer fuerza.
Es casi imposible, pero rebusco en cada músculo cualquier vestigio de fortaleza que me permita aferrar el remo. El viejo permanece frente a mí, con los brazos en jarra, un pelo gris ceniza cae largo sobre algunas partes de su cabeza.
Supongo espera que me mueva. Aliviada, observo mis brazos ponerse lentamente en marcha.
-La guita… nena, ¿para cuándo? ¿O te creés que esto es gratis?-me reclama ahora, inmune al dolor que se entrevera con mis lágrimas.
Alzo los hombros, incapaz de articular palabra. Caigo en cuenta de la moneda desconocida que tiré hace un rato. Cuando parece haber llegado al límite, mi angustia logra multiplicarse, potenciarse hacia el infinito.
Entonces, un golpe seco atraviesa mi corazón. Es una sensación desconocida, electrificante.
El viejo sigue hablando. Sus labios resecos y grises se mueven con fuerza, sin embargo, el sonido parece desvanecerse. Los olores van borrándose. La electricidad recorre mis entrañas.
-¡Vamos, Vicky! No te vayas, que ya te tenemos…-oigo otra voz, dulce, aunque angustiada.
Abro los ojos con fuerza. El olor es otro. Penetrante también, pero limpio. La luz se refleja en mesadas de acero inoxidable y recipientes. Mi cuerpo yace acostado.
Un par de ojos azules buscan los míos con ímpetu. Dos pupilas dilatadas me obligan a bajar de la barca. Como en dos planos simultáneos, desciendo de nuevo al lago, dejo al viejo que sigue rezongando y camino hacia la orilla.
-¡Eso, eso! Así… vamos chiquita…-ahora sus ojos sonríen con entusiasmo.
Vuelvo a sentir mi cuerpo. Muevo lentamente mi cuello y aparecen dos mujeres de blanco que afanosamente van y vienen entre jeringas, sondas y tanques de oxígeno.
-¿El viejo? –digo.
Sorprendida, vuelvo a oír mi voz. El terror permanece.
-¿Tu papá…? Afuera, esperando, estuvo toda la noche… –me contesta el médico, con la tranquilidad dibujándose en su mirada.
La voz reproduce la escena. Los planes para el transplante. Los posibles riesgos anticipados, las precauciones y la seguridad de que se haría lo imposible.
Aliviada, escucho los rebotes de mi corazón viajar por cada rinconcito de mi ser.